Por GERMÁN AYALA OSORIO, comunicador social y politólogo
El silenciamiento de los fusiles de las Farc- Ep, gracias al proceso de paz adelantado en La Habana entre el Estado colombiano- durante el gobierno de Santos- y esa guerrilla, dejó ver con todo su gris y triste esplendor, el mayor problema del país: la corrupción pública y privada.
Son esas prácticas corruptas, ancladas en buena medida a un ethos mafioso que se entronizó y se naturalizó, un factor generador de exclusión, pobreza y desigualdad; la corrupción es, en sí misma, una forma de violencia y la causante de la pérdida de legitimidad del Estado y de todo lo que este puede representar como una forma de orden y de dominación.
La lucha contra la corrupción es una tarea perdida, por varias razones. La primera, porque sus prácticas están atadas a los ejercicios del poder político (público), lo que determina un carácter estructural. En esa medida, atacar la corrupción conlleva la erosión de las maneras como se hacen las transacciones en Colombia y eso implicaría tocar poderosos agentes de poder, instalados en la sociedad civil.
Los más optimistas dicen que si es posible acabar con la corrupción. Aspiración y deseo que se instala en el “anhelo”, cínico por demás, del expresidente Turbay Ayala, cuando dijo que “la corrupción había que reducirla a sus justas proporciones”.
La segunda razón, porque esas luchas y campañas contra la corrupción no se proponen establecer responsabilidades a las familias tradicionales y poderosas que están detrás de lo que se conoce el Establecimiento. Hasta tanto no hagamos conciencia de la enorme responsabilidad que les cae a las élites (banqueros, empresarios y familias políticas) en la naturalización de las prácticas corruptas y mafiosas, las iniciativas y campañas contra la corrupción serán saludos a la bandera. Y de manera concomitante, también hay que hacer conciencia de la co-responsabilidad de una sociedad que no solo se acostumbró y validó la corrupción, sino que se ha beneficiado de muchas maneras de esas prácticas sucias. Hay que descifrar las redes clientelares que facilitan a esas élites la operación mafiosa de sus intereses privados como agentes de la sociedad civil, con los que han logrado capturar y hacer funcionar el Estado.
La tercera razón, porque la lucha contra la corrupción debe partir de la confluencia de todos los agentes responsables, directa o indirectamente, de la existencia y promoción de las prácticas dolosas. Y para lograr esa concurrencia de intereses debe haber una toma de conciencia, lo que supone una altura moral y ética que las élites colombianas aún no alcanzan, o demuestran tener.
Y la cuarta razón, porque ser uno de los países más corruptos del mundo en buen grado o medida facilita las cosas a la cooperación internacional, la llegada de multinacionales y la instalación territorial de toda suerte de intereses corporativos transnacionales. Es decir, hasta tanto los inversionistas extranjeros no exijan a las autoridades nacionales y a los propios agentes con los que hacen negocios, un comportamiento ético alejado de cualquier práctica mafiosa, esos actores colombianos no estarán dispuestos a depurar sus propias maneras de echar a andar sus intereses.
Una quinta razón por la cual la lucha contra la corrupción falla, es porque no asume la corrupción como un crimen, sino como una falta menor, un problema moral que la sociedad perdona con facilidad. Al corrupto ni se les castiga, ni se le confina. Por el contrario, ser corrupto en Colombia cuenta con la siempre cómplice visibilidad mediática y con un subsistema judicial hecho a la medida de los corruptos, porque no solo está subsumido por el subsistema político, sino porque de esa manera el sistema cultural ha logrado reproducirse en el tiempo. Al asumirlo como un crimen, y consecuencialmente empezar a medirlo desde la perspectiva de la “economía del crimen”, su judicialización no estaría amparada exclusivamente en los hechos dolosos, sino que examinaría el factor fundamental que hace posible que existan el corrupto y la corrupción: la búsqueda de riqueza.
El sistema pensional y laboral colombiano y la no existencia de un aparato productivo sólido, más lo señalado líneas atrás, son el escenario vital en el que la corrupción y los corruptos se reproducen. El solo sistema pensional y laboral impulsa al comportamiento mafioso-corrupto en la medida en que padres y madres de familia fantasean y aspiran a dejar a sus hijos un “colchón económico” que les permita mantener a unos un nivel de vida aceptable; y a los más poderosos, extender en el tiempo sus riquezas y el poder político suficiente para seguir haciendo parte del Establecimiento.