Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
Entrar a Lorica en carro se ha convertido en una tarea imposible. Son tantas las motos, que a diario sus dueños se enredan unos con otros como peces engallados en época de subienda. No hay por donde pasar. Cientos de motos invaden a toda hora las calles como un enjambre de insectos mecánicos. Incluso disputan las aceras con los peatones, a los que en ocasiones atropellan y acaban agarrados a trompadas.
No hace mucho, algunos mototaxistas aparecían muertos en la carretera el día de los difuntos. Era un misterio. Aterrorizados, muchos abandonaron el oficio, pero era tal el desempleo que por uno que desistía, tres más ocupaban la plaza.
Uno de ellos iba despacio por la carretera cuando vio a un hombre caminar por el centro de la calzada en dirección a Cotorra. Dado lo caliente del sol, el motorista ofreció llevarlo. El hombre agradeció el gesto y le pidió que lo arrimara hasta el cementerio del Carito, pues necesitaba hacer una ofrenda a sus padres.
Era evidente que se trataba de un joven educado; llevaba la camisa encajada, zapatos de material, sus modales eran elegantes y sus palabras bien puestas.
—Por cierto, dijo el hombre, ¿conoce a alguien que pueda pintar la bóveda de mis padres?, debe estar un poco descolorida y hoy es el día de los Fieles difuntos.
Tenía una hora libre, así que el motorista se ofreció a hacerlo.
—Bien, entonces pasemos por un ventorro y compremos lo necesario. Se detuvieron en un pequeño almacén en la calle larga, y a la sombra de una vieja higuera vieron a un grupo de tres mototaxistas tomando cerveza.
—¿Manejan borrachos? —, preguntó el pasajero
—Están esperando a que pase la hora negra—, dijo el conductor.
— ¿Cuál hora negra?, preguntó el pasajero.
—De un tiempo para acá, muchas motos han sido encontradas en el borde de la carretera o en el fondo de las cunetas, y sus dueños con el cuello roto y sus ojos explayados como si acabaran de ver a un fantasma. Misteriosamente ningún carro se ha visto involucrado en el accidente, y no quedan rastros de lo ocurrido. Todo comenzó con la muerte del pasajero aquel que un mototaxista arrolló el día de los muertos, cuando se bajaba de un bus procedente de Cartagena. Del pasajero atropellado nunca se supo su nombre, sus restos fueron enterrados en Mata de Caña como un NN, y el de la moto se dio a la fuga.
—¿Y qué tiene que ver lo uno con lo otro? — preguntó el hombre
Los accidentes siempre ocurren alrededor de las tres de la tarde en el sector que va de los Gómez a Mata de Caña. Fue la hora en que atropellaron a ese muchacho. Las desgracias ya pasan de diecisiete; por ello, hay quienes evitan pasar por ahí a esa hora o, dan la vuelta por el Carito para salir por la entrada a Cotorra.
El pasajero examinó con desprecio a los hombres que tomaban cerveza, y entró al ventorrillo. Compró dos paquetes de velas, una brocha y pintura. Retomaron el camino, se dirigieron hacia el cementerio del Carito y, ubicada la tumba de sus papás, la limpiaron con esmero. Encendió cuatro velas y ordenó al motorista impedir que se apagaran. Acto seguido, le dijo que mientras terminaba le prestara la moto, pues debía ir al cementerio de Mata de Caña antes que lo cogiera la tarde para prender velas a otro pariente, porque era el día de los Fieles Difuntos. Sin darle tiempo a reaccionar, tomó las llaves del vehículo y se marchó.
Instantes después, al verlo pintar esa bóveda, una señora que visitaba el cementerio se arrimó y le habló.
—Conocí a este par de viejos—, dijo, —tuvieron un único hijo que mandaron a estudiar a Cartagena. No recuerdo su nombre pues no se juntaba ni hablaba con nadie, era un muchacho solitario. Él era su única esperanza. Lo poco que conseguían se lo mandaban para que costeara su educación, pero justo el día en que él se graduaba como abogado, ellos murieron. Esa mañana, cuando se bañaban en el caño para viajar a Cartagena, y el viejo llenaba una caneca de agua, el caño lo jaló a lo profundo; viendo que la corriente lo arrastraba, ella se abrazó a su cuello para detenerlo, pero el río se los llevó a los dos. Se ahogaron hace unos doce años y dicen que él siempre venía a visitarlos el día de los Fieles Difuntos, no obstante, ya hace tres años que el muchacho no viene, desapareció sin dejar rastro; la gente cree que tal vez se fue para Venezuela, se casó, o tuvo una desgracia.
El motorista terminó de pintar la bóveda, encendió otras cuatro velas, se mantuvo atento para que no se apagaran, y esperó. Paradójicamente, conocer la dolorosa historia de ese par de viejos amorosos lo tranquilizó. Seguramente su hijo no había podido venir antes por alguna razón poderosa; pensó en un par de motivos para justificar sus años de ausencia, pero prefirió no seguir especulando. Ya se lo preguntaría. Mucho rato después, viendo que la tarde caía y el pasajero no llegaba, desconfió, y supo que había sido víctima de un robo.
De mal humor emprendió el camino de regreso por la carretera destapada. El sol había bajado, pero la temperatura del polvo aún quemaba a través de sus abarcas. Al llegar al pueblo escuchó una algarabía, gritos y llanto de personas que se arremolinaban frente a la tienda. Presintiendo que todo aquello tenía algo que ver con él se abrió camino entre la multitud.
—¿Qué pasó? —, preguntó. Cuando lo reconocieron lo agarraron del cuello, lo tiraron al piso y lo molieron a golpes. De no ser por la intervención de los tres policías lo hubiesen linchado. —Era tu moto, no te hagas el pendejo, le gritaban. Tú los mataste…Asesino. Ante la policía, algunos testigos decían que no le vieron la cara, pero todos reconocieron la moto. Otros pensaban que no había sido él, pero seguro el que los mató era su cómplice, los asesinos de los mototaxistas. Apartado del gentío para protegerlo e interrogarlo, y todavía sin saber de lo que se le acusaba, el mayor Berrío, al mando de la investigación, le explicó:
—Una moto fantasma atropelló a tres mototaxistas que tomaban cerveza frente a la tienda. Todos están muertos y más fríos que un témpano. Dígame qué hacía usted a la hora de los hechos.
—Estaba en el cementerio, me robaron la moto.
—¿Lo atracaron, le pusieron un arma en el cuello o algo así?
—No, yo le presté las llaves
—Ah, ya veo.
—Fue el pasajero, dijo el motorista. El hijo de los viejos que murieron ahogados en el caño hace doce años. Él robó mi moto.
—¿Se la robó, o se la prestó?, ¿Cual pasajero, cuáles viejos?, vas a tener que inventarte una coartada mejor, dijo el mayor Berrío. Hay que esposar a éste, ordenó sin más alegatos a sus subalternos.
Cuando lo llevaban en la patrulla, rumbo a la cárcel de Lorica, pasaron por el cementerio de Mata de Caña; por alguna razón que desconozco, en Córdoba, los cementerios siempre están a orillas de la carretera. —Ahí está, es mi moto—, gritó el mototaxista cuando la vio, —está en la entrada del cementerio—, los agentes miraron hacia atrás, pero ya estaba oscureciendo, y por supuesto no le creyeron.
Al mayor Berrío, le fue impuesta una condecoración por destrabar el crimen de los mototaxistas del día de los Santos difuntos, el asunto más misterioso y sórdido de los últimos tiempos en la sabana de Córdoba. Dada la contundencia de las evidencias el caso se cerró y, según consta en el reporte policial, pese al testimonio de los presentes, y a las muchas inconsistencias para su defensa, el perpetrador del múltiple homicidio nunca aceptó los cargos, y jamás delató a su cómplice. (F)
@FFscaballero