Por JORGE SENIOR
El pasado 7 de julio apareció una trascendental declaración en el magazín Harper de EE. UU., con el título A Letter on Justice and Open Debate, firmada por 150 intelectuales de reconocida trayectoria. Entre ellos Noam Chomsky, Steven Pinker, Francis Fukuyama, Garry Kasparov, J.K. Rowling, Salman Rushdie, Jenifer Senior y muchos otros de diversas nacionalidades y profesiones. Esta carta pública la puede usted leer en su original en inglés y en su versión en español.
La médula del pronunciamiento es el rechazo a “la disyuntiva falaz entre justicia y libertad, que no pueden existir la una sin la otra”. Esta tesis en defensa de la libertad de expresión y pensamiento responde a una situación en la cual, según los firmantes, “resulta demasiado común escuchar los llamamientos a los castigos rápidos y severos en respuesta a lo que se percibe como transgresiones del habla y el pensamiento”. Y agregan: “Más preocupante aún, los responsables de instituciones, en una actitud de pánico y control de riesgos, están aplicando castigos raudos y desproporcionados en lugar de reformas pensadas. Hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos de literatura; investigadores despedidos por difundir un estudio académico revisado por otros profesionales; jefes de organizaciones expulsados por lo que a veces son simples torpezas. Cualesquiera que sean los argumentos que rodean a cada incidente en particular, el resultado ha consistido en estrechar constantemente los límites de lo que se puede decir sin amenaza de represalias”.
El 19 de julio fue publicada La Carta Española de apoyo al Manifiesto Harper’s, firmada por más de cien intelectuales, explícitamente enfocada contra la cultura de la cancelación, como resalta su subtítulo (ver aquí). Entre los firmantes se encuentran los filósofos Adela Cortina, Anna Estany, Antonio Diéguez, Fernando Savater y Félix Ovejero, el psiquiatra Pablo Malo, el historiador argentino Ariel Petrucelli, el escritor peruano Mario Vargas Llosa y una pléyade de académicos, médicos, periodistas y artistas.
Los hispanoparlantes dejan en claro que “nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en EE. UU. sino globalmente contra lacras de la sociedad como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente”. Y agregan: “Desafortunadamente, en la última década hemos asistido a la irrupción de unas corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad, y que apela a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que consideramos inaceptables”.
Estas expresiones no son anecdóticas. Lo que ambas publicaciones reflejan es un fenómeno cultural profundo que está desarrollándose en las democracias occidentales: el despliegue de una ideología de la “corrección política” que ha desatado un nuevo macartismo, el cual, a diferencia del original, se ubica en la izquierda del espectro político, en el liberalismo radical identitario imbuido de supremacía moral y victimismo. Se trata de linchamientos virtuales, persecuciones y censuras moralistas que atentan contra la libertad de expresión, pues no responden a acciones, hechos o delitos sino a opiniones, escritos, trinos o intervenciones orales, ya sea en foros públicos, lugares de trabajo o en simples conversaciones. Los casos que más han trascendido y han alborotado los medios se refieren a personajes famosos, pero igual viene sucediendo con cualquier profesor, columnista o ciudadano común que opina. La libertad de cátedra, la libertad de prensa, el uso público de la razón, son boicoteados por grupos de presión que dicen luchar contra la opresión y defender causas de justicia. He ahí la novedad.
Hemos estado acostumbrados a las persecuciones y los intentos de censura por parte de la extrema derecha conservadora. Eso nada tiene de extraño. Pero este nuevo fenómeno desatado en el siglo XXI se origina en activismos de izquierda y va dirigido contra figuras progresistas en una especie de espectáculo caníbal que la derecha observa con una sonrisa de placer. ¡Bien que amerita un análisis!
Desde su surgimiento, el pensamiento liberal ha tenido múltiples derivaciones y tensiones internas. La principal escisión, que ha perdurado durante dos siglos, ha sido entre un liberalismo político progresista que aboga por la ampliación de derechos sociales y libertades públicas, y un liberalismo económico que se centra en la libertad de mercado y minimización de la regulación estatal. A esta última rama se le llamó liberalismo manchesteriano, en la versión clásica del siglo XIX, pero con el desarrollo de la teoría económica neoclásica, en el siglo XX dio origen al neoliberalismo a partir de la Mont Pélerin Society y las ideas de Friedrich Hayek y Ludwig von Mises. Esta línea neoliberal fue absorbida por la derecha conservadora y en su forma más radical, por los Libertarian, seguidores de las incoherentes ideas de Ayn Rand. Desde 1980 el neoliberalismo se ha vuelto casi hegemónico, agudizando la desigualdad, desmantelando el estado de bienestar y convirtiéndose en sentido común.
Al mismo tiempo la izquierda en confusión sufría la orfandad de teoría derivada de la decadencia del marxismo, agudizada por el oscurantismo posmodernista. La clase obrera, mitificada en la visión decimonónica de Carlos Marx como el sujeto social y político en cuyos hombros se levantaba el futuro, fue languideciendo como resultado del desarrollo de las fuerzas productivas, debido al avance de la ciencia y la tecnología. Y a pesar del aumento de la desigualdad y la concentración de riqueza e ingreso, las reivindicaciones socioeconómicas pasaron a segundo plano, desplazadas por reivindicaciones identitarias relativas a la discriminación racial, el machismo, la diversidad en materia de sexualidad, entre otros.
Temas liberales como el aborto, la eutanasia, el matrimonio gay, la dosis personal acapararon la atención. La contradicción capital / trabajo perdió el lugar central. La izquierda derivó entonces del marxismo al liberalismo radical identitario, de los movimientos obreros y campesinos a los movimientos sociales de minorías étnicas (inmigrantes en el caso de Europa), LGTBI, grupos feministas, de la lucha social y económica a la lucha identitaria por el reconocimiento. Los partidos de izquierda pasaron de la pretensión de ser los intérpretes de las mayorías trabajadoras a convertirse en los voceros de una amalgama de minorías, un archipiélago variopinto de grupos de presión. El enemigo a derrotar ya no era la clase burguesa o la oligarquía, sino el varón blanco heterosexual, encarnación del opresor por antonomasia, aunque no tenga un peso en el bolsillo. Las masas trabajadoras, en algunos países, fueron cooptadas por la derecha con discursos populistas. Y al revés de lo que planteó Marx, la mentalidad progresista se asentó en estratos sociales relativamente altos y con mejor nivel educativo, mientras la mentalidad conservadora se arraigó en sectores populares. De la lucha de clases se pasó a las denominadas “guerras culturales”.
La vieja fractura entre liberalismo político y liberalismo económico había sido, en la segunda mitad del siglo XX, la partición ideológica de las sociedades desarrolladas occidentales. A la izquierda el estado social y a la derecha el neoliberalismo, que en realidad es un neoconservatismo, como el de Thatcher y Reagan. El espectro de los partidos políticos así lo reflejaba. Desde la posguerra hasta los años 80 el marxismo disputó al liberalismo social progresista (keynesianismo, socialdemocracia en algunos países) el espacio político de izquierda. Tras la caída del muro, Fukuyama proclamó la definitiva victoria de la democracia liberal. Pero en ese nuevo orden internacional lo que se impuso fue el “consenso de Washington”. En ese contexto y dentro del espacio de la “resistencia”, se produce la nueva fractura del pensamiento liberal progresista, como producto de radicalizaciones de sectores de los movimientos sociales identitarios, con una nueva concepción de justicia social, moralista y emocional. Se trata de un fenómeno político, cultural, moral y filosófico, cuya complejidad apenas empezamos a desbrozar.
Nota: en esta columna he intentado una rápida aproximación histórica en el aspecto político. Si le interesa el aspecto filosófico, puede leer en el blog. Y un abordaje muy interesante del fenómeno como cultura moral es el de Bradley Campbell esta semana en Quillette. Campbell es coautor del libro The rise of Victimhood Culture.