Por OLGA GAYÓN/Bruselas
En esta silla debe descansar para siempre la infamia que tuvo que soportar Brasil durante los cuatro años en los que el neofascista tropical Jair Bolsonaro convirtió a su país en un estercolero, donde las únicas voces que tenían valor eran las de los supremacistas y los violadores de derechos humanos.
Brasil durante su gobierno pasó de ser una potencia dentro de la geopolítica mundial, a convertirse en la cuna donde se mecían todos los sátrapas del planeta. Socavó las instituciones democráticas del país y pulverizó las excelentes relaciones internacionales de Brasil que recibió cuando llegó al poder. El racismo contra indígenas y negros campeó a sus anchas durante todo su gobierno y el desdén hacia los campesinos, mestizos y pobres, fue la seña de identidad durante estos dolorosos cuatro años.
Al igual que su maestro, el impresentable Donald Trump, el presidente bananero al que ayer las urnas lo expulsaron del poder se paseó por su país y por el mundo despreciando la diversidad étnica de su nación, señalando que los blancos eran los únicos que sabían conducir a Brasil y que los demás, seres inferiores, deberían agradecerles a los blancos que los gobernaran. También desdeñó a varios líderes del mundo cuando le propusieron que su país se convirtiera, con el apoyo de la comunidad internacional, en el mejor custodio de la invaluable riqueza en biodiversidad que constituye la región del Amazonas y que la ha consagrado como pulmón del planeta
Fue un presidente innoble, que abandonó a su gente durante la pandemia. Gracias a su desidia, decenas de miles murieron porque él no creía en ese virus, que era solo “un intento de la izquierda mundial para acabar con las economías del mundo y así poder quedarse con todo el planeta”. Se burló de la ciencia e impidió por algún tiempo que la vacuna llegara a su gente, causando más y más muertos.
Las leyes que protegían al Amazonas y a las etnias indígenas las borró, entregándole la selva a los depredadores y despreciando la vida de miles de indígenas amazónicos, a las que no solo abandonó sino que, con su política de arrasar con la selva, intentó en muchos casos exterminar.
Bolsonaro deja un país desprestigiado en el escenario mundial, una economía que encontró boyante ahora está raquítica. Entrega además un país con un mayor número de pobres e indigentes que cuando arribó al poder, y una sociedad completamente fragmentada, con grandes heridas por todos sus flancos.
A Brasil le costará reponerse, pero desde ayer ya comenzó su gran labor de reconstrucción social. Que los brasileños, así sea con un estrecho margen, hayan mandado a este déspota a su casa, es un claro indicio de que los pueblos pueden levantarse pese a que hayan sido derribados con encarnizamiento.
Desde esta silla, el impresentable que despreció a su gente, a sus compatriotas, debe observar con mucho dolor cómo su obra de destrucción masiva social va a derrumbarse gracias al buen gobierno de uno de los políticos más grandes de Brasil que, por fortuna, ha vuelto para quedarse: Ignacio Lula da Silva.