La tecnología como privilegio y amenaza

Empecemos por dos claridades frente al término tecnología. La primera es que no se refiere exclusivamente a dispositivos electrónicos: es una manera de hacer las cosas, un “conjunto de conocimientos, habilidades, técnicas y procesos que los seres humanos utilizan para crear herramientas y soluciones que resuelvan problemas o satisfagan necesidades”. Así las cosas, el arado y la pesca con atarraya son tecnologías. La segunda, que a pesar del internet de alta velocidad, el blockchain y las cirugías hechas por robots, la revolución tecnológica más importante sigue siendo la del Neolítico, hace ya 7.000 años. Sí, la que inventó la agricultura. En ese momento, como lo expresa el historiador israelí Yuval Noaḥ Harari en su libro Sapiens. De animales a dioses, la humanidad se dividió en los que abrazaron esa nueva tecnología —la agricultura— y los que siguieron siendo cazadores y recolectores. Sobra decir que haber domesticado el trigo (o habernos dejado domesticar por él, comoquiera haya sido) permitió el desarrollo posterior de las ciencias y las artes.

De algún modo, esa geografía social se sigue manteniendo con la adopción de cada nueva invención. Hacia 1980, por citar un caso, las familias colombianas en términos tecnológicos se dividían entre quienes tenían televisión a color y los que seguían viéndola en blanco y negro.

Veinte años después empezó la cobertura en fibra óptica. En Bucaramanga, por ejemplo, las primeras zonas cableadas estaban de la carrera 36 hacia arriba y, cómo no, Ruitoque Golf Country Club. Es decir, las zonas más exclusivas.

Hoy, otro cuarto de siglo más adelante, con la universalización de la televisión a color y una amplia cobertura de la fibra óptica, es la tan cuestionada tecnología del auto eléctrico la que traza esa geografía social. A diferencia del automóvil con motor de combustión interna, el eléctrico empezó a dejar un rastro cartográfico en las principales ciudades: las electrolineras, pero tan particular que Google Maps no es una referencia válida. Las aplicaciones especializadas, como Electromaps, Latin NCAP y Plugshare muestran de modo muy distinto la manera en que las ciudades se van manchando con nuevas estaciones. En Bogotá, de la calle 26 hacia el norte; en Cali, a lo largo de la calle 5; en Medellín, El Poblado, Laureles y Envigado concentran el grueso de los puntos de recarga.   

Las electrolineras marcan entonces una nueva “distinción”, al mejor estilo de como la planteó Pierre Bordieu. Y no es para menos, el vehículo eléctrico más barato en el país está por el orden de los 100 millones de pesos. ¿Quién lo puede pagar? Para hacernos a una idea, una rápida simulación de crédito de 44 millones a 84 meses da una cuota mensual de casi un millón de pesos.

Pero no es ese trazo en el mapa de las electrolineras o el costo de obtener un auto eléctrico el único interrogante. Es tradición en el mercado automotriz que las clases con mayor capacidad de pago sean quienes compran carros 0 km y usan los concesionarios como lugares de mantenimiento. Un par de años después esos mismos autos son vendidos a las clases medias, que suelen tenerlos en su poder más tiempo, y después de 10 o 15 años son adquiridos por personas con menor capacidad de compra. Además, a medida que envejecen suelen ir del centro a la periferia. Es decir, es mayor la proporción de autos viejos en los pueblos que en las ciudades principales; en algunos municipios es usual ver carros que salieron al mercado hace 30 y hasta 40 años.

Sin embargo, no parece ser este el camino del auto eléctrico, de difícil reventa, oneroso reemplazo de la batería y altísima obsolescencia programada. ¿Es el auto eléctrico una máquina de corta vida útil?  Parecería que sí.

Por eso, que el ministro Bonilla haya dicho hace un año que a partir de 2040 no se deberían matricular carros con motor de combustión interna (mientras en Europa hablan de 2035) es tan creíble como cuando en marzo de 2018 el ministro de Transporte del gobierno Santos, Germán Cardona, anunció que un año después, en marzo de 2019, todos los peajes del país serían electrónicos. Ojalá algún día haya responsabilidad política y penal para altos funcionarios que hagan afirmaciones puramente demagógicas y sin sustento técnico alguno.

Toda esa incertidumbre se asoma como una nube negra en el futuro del auto eléctrico, sin todavía considerar la gran paradoja que encierra: aunque se presenta como una solución al problema de las emisiones de CO2 de los motores de combustión, su impacto ambiental parece ser aún más grave en los dos extremos de la cadena de producción de las baterías: la extracción de la materia prima (litio), 60 % del cual está en América Latina —principalmente en el Cono Sur y Bolivia—  y su disposición final.  Y es precisamente el alto costo ambiental el que sugiere que la viabilidad del carro eléctrico depende de que siga siendo un privilegio: si todo el mundo tuviera uno sería la debacle.   

A diferencia de la agricultura y la televisión a color, que se masificaron, y de la fibra óptica, que al parecer también llegó para quedarse mucho tiempo, el futuro del auto eléctrico (inventado hace ya más de 200 años) sigue en la incertidumbre. Tan incierto es ese porvenir que prestigiosas marcas, como Cadillac, Audi, Ford, Toyota, Aston Martin y Volkswagen, entre otras,  han dado reversa en sus planes de migrar hacia el auto eléctrico; algunas han optado por la tecnología híbrida.

No es asunto entonces de la marca que uno escoja o de cuánto esté en capacidad de pagar, sino de que el auto eléctrico, al que aún no acaban de inventar, se cierne como una de las industrias más depredadoras de los recursos que le quedan al planeta y, al mismo tiempo, altamente generadora de desechos de difícil disposición. En ese orden de ideas, lo mejor que puede pasar es que no se masifique, que siga siendo un privilegio.

*Historiador de la Universidad Industrial de Santander. Corrector de textos para editoriales. Ha colaborado en publicaciones de la FAO y varias ONG. Fue presidente de la Asociación Colombiana de Correctores de Estilo (Correcta), de la que además es miembro fundador. Formó parte del equipo editorial que tuvo a cargo la edición del Informe final de la Comisión de la Verdad.

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