Coincide con su tragicómica descalificación de la Comisión de la verdad la alarma de que en el presupuesto nacional del 2022 se disminuyen hasta en un 80 % los rubros destinados a las entidades que desarrollan o implementan el proceso de paz. Y en el caso de la Comisión de la Verdad, el presupuesto simplemente no se asigna. El mayordomo ejecuta lo que ordena el dueño de la finca.
Por CARLOS MAURICIO VEGA
Al desnatar las penosas cuatro o más horas que los colombianos gastamos con Francisco de Roux, sometidos a la letanía egoísta de Álvaro Uribe, se concluye en primera instancia que el reo de marras rindió desde El Ubérrimo una versión libre de sus actos (una deposición más en el sentido escatológico que en el jurídico), ante una instancia de justicia humanitaria que va más allá de los tribunales formales.
Mucha gente ha juzgado como inoportuno que el excomandante de los jesuitas colombianos (a eso equivale su antiguo cargo de Provincial de la orden), se haya enfrentado con el general de los paramilitares. Desde luego, no lo hizo en calidad de sacerdote sino de ciudadano comisionado por la voluntad constitucional para reconstruir la verdad de los hechos. Y aquí es donde se encuentra la primera fractura en contra del indiciado. Desde su pupitre en forma de altar y ante un De Roux aparentemente sumiso, peroró de manera arrogante aunque auto incriminándose en diversas materias, como la de su supuesta ignorancia de que aquí estaba en curso una guerra, cuando sus subordinados sí lo sabían y se negaron a decírselo (esto resulta peor que los seis millones de dólares a las espaldas de Samper), o su terca negación de la existencia de los falsos positivos, cuando ya no es ni siquiera la JEP sino sus exministros y generales, además de la justicia ordinaria, los que los han que los ha confirmado, aparte del testimonio popular.
Se está diciendo que se le otorgó a Uribe un espacio de difusión sin precedentes para pregonar sus verdades, y que la Comisión de la Verdad fue maltratada e irrespetada. Ambas cosas son ciertas, pero no necesariamente desventajosas: en política y en historia uno más uno no es necesariamente dos.
Comencemos con la carga simbólica. Uribe acepta lo que llama una reunión informal en un espacio muy similar al de EL Ubérrimo, donde permaneció en prisión preventiva como consecuencia de una de las muchas investigaciones en su contra. Desde ese mismo espacio – una de sus fincas, que encarna todos sus valores– aprovecha para desconocer de la manera más olímpica el orden jurídico y constitucional que lo puso preso allí; prisión que él no tuvo más remedio que aceptar. Es una reivindicación insolente que le permite hacer ostentación de su riqueza y su poder. Mientras efectúa su deposición cantan los loros y relinchan sus caballos: pareciera que en su finca se escucha más a los animales que a las razones. En su infinito narcisismo y machismo intemperante se negó a concederle la palabra a la comisionada Lucía González (que como ella misma se lo reiteró, tiene el mismo rango de De Roux y los demás comisionados). Pero ella, armada de paciencia, consiguió hacerse oír. Y en ese momento ladraron los perros del señor hacendado, como si fueran a morderla por querer hablar. “¿Ya terminó?” le espeta este rufián, y remata: “¿es que todos ustedes van a hablar?”. Quiere hacer evidente que quien comanda la reunión informal, en su terreno, es él, el patriarca en el comienzo de su largo otoño. Y a continuación, la orden perentoria: “¡Lina, amárreme los perros!”, tradicional expresión entre finqueros que se visitan unos a otros. No lo vemos en cámara, pero suponemos que la obediente humanista y filósofa, especialista en el género epistolar, se lleva los animales que sirvieron de corifeos a la que ha debido ser una de las conversaciones más importantes de la historia contemporánea en Colombia, pero que se convirtió en una patética caricatura de lo que somos como país.
Uribe manifestó su interés en que se conozca la verdad, como una abstracción genérica, pero desconoció la majestad de la Comisión destinada por la sociedad y el Estado para establecerla. Uribe no aceptó gratis exponerse ante ese ente incorpóreo que es la opinión pública: vio una oportunidad política. Mas su subconsciente expresó también la necesidad de ser escuchado, como todo culpable, así lo hayan suplantado sus perros. Y esa es en últimas la función de la Comisión de la Verdad.
De Roux mantuvo su dignidad mediante un silencio respetuoso el 90 por ciento del tiempo. Cumplió su cometido, cual era recoger la versión libre del indiciado, tal como se hizo con Mancuso, con Jorge 40, con los ex comandantes guerrilleros y con las víctimas. Pero –y esto es lo más importante– en su cortas oportunidad de intervenir, las que le concedió el finquero, resaltó el carácter institucional y constitucional (que son cosas diferentes) del cuerpo que representa, e hizo evidente que no porque un individuo desconozca esos valores, dejan de existir. Es decir, quedó en patente evidencia algo que no es nuevo y es el desconocimiento del orden constitucional que hacen Uribe y muchos de sus copartidarios: su aviesa intención de suplantar las instituciones y de cambiar por los medios que estén a su alcance, legales o no, la Constitución vigente. Uribe desde su feudo se declara casi que en rebeldía frente a los mecanismos establecidos para impartir justicia y reparar el daño, con ocasión de los sucesos del peculiar conflicto colombiano.
Y los medios a los que han recurrido durante el período gubernamental más mediocre de la historia (y eso que es difícil superar el récord de Andrés Pastrana), han sido los de la suplantación: nombrar en los entes claves de control, vigilancia e investigación a personas contrarias a su espíritu o carentes de independencia o filiación política: y esto va desde la Fiscalía y la Procuraduría hasta el Centro Nacional de Memoria Histórica, que pasó a ser de Amnesia Histórica gracias al director que puso el CD ahí. Uribe aplica la misma táctica de Maduro, paradójicamente heredada de los artificios políticos de la Cuba de Castro y de la URSS: cooptar las instituciones y desarmarlas mediante la leguleyada.
Coincide con esta tragicómica descalificación de la Comisión de la verdad la alarma clara y peligrosa que acaba de dar la congresista Juanita Goebertus al denunciar que en el presupuesto nacional del 2022 sometido al Congreso se disminuyen hasta en un 80 % los rubros destinados al funcionamiento de las entidades que desarrollan o implementan el proceso de paz. Y en el caso de la Comisión de la Verdad, el presupuesto simplemente no se asigna, porque, según reza el documento técnico que se arroga en este párrafo facultades políticas, “se desconoce su continuidad”. O sea que el CD y el gobierno apuntan a la desaparición de la Comisión de la Verdad, por cuya débil voz se están conociendo todas las atrocidades cometidas por las partes en conflicto durante los últimos 25 años. El mayordoma ejecuta lo que ordena el dueño de la finca.
No creo que la Comisión de la Verdad desaparezca, y menos por financiación. Pero va a haber un intento muy serio por clausurarla en un Congreso que ya ha mostrado sus indignas mayorías. Lo que tampoco creo es que puedan clausurar la verdad, como se hizo evidente, por el método de la cera perdida, en las declaraciones de Uribe sobre falsos positivos y reconocimiento del conflicto. Los perros de la historia son tercos, y como el can Cerbero, custodian los sótanos del infierno.