Por JORGE SENIOR
En la anterior columna sostuve que la presente coyuntura 2020 es de aprendizaje forzoso, para que a la especie humana no le pase en los próximos 20 años como a la rana hervida en la olla del calentamiento global. La pregunta entonces es: ¿qué podemos aprender los Homo Sapiens de esta emergencia? No se trata de hacer un ejercicio descriptivo de adivinación futurista, sino un raciocinio prescriptivo sobre el qué hacer frente a los desafíos del siglo XXI.
Procedo entonces a extraer lecciones que, sin embargo, no surgen del momento, sino del análisis de las cuatro décadas pasadas y que la actual emergencia permite liberar de la torre de marfil intelectual para ser arrojadas a la cara de todo individuo que se tome al menos unos momentos para reflexionar sobre lo que está pasando. Este análisis parte de dos contradicciones, que casualmente tienen en 1980 el punto de inflexión. En efecto, el año de 1980 y sus alrededores es el parte-aguas que divide en dos el devenir del capitalismo en la posguerra.
Las dos contradicciones son: (1) Neoliberalismo vs Estado de bienestar y (2) oscurantismos vs ciencia.
El neoliberalismo, con el fundamentalismo de mercado cómo médula, surge en los años 30 en tanto idea, pero adquiere relevancia con la Escuela de Chicago en los 70 y empieza a predominar con el advenimiento de Ronald Reagan y Margaret Thatcher al poder ejecutivo a ambos lados del charco. Por su parte, el estado de bienestar es un producto europeo de la guerra fría con base keynesiana, socialdemócrata, que intenta conjugar los valores ilustrados de igualdad y libertad, motorizado por el miedo al modelo soviético de socialismo. Miedo que desaparece al derrumbarse el Pacto de Varsovia y permite al neoliberalismo imponer el consenso de Washington, expandirse como ideología de la globalización, volverse sentido común más allá de la esfera económica y ser asimilado como modo de vida. Entretanto la socialdemocracia se diluye a medida que el estado de bienestar va siendo desmontado a pedazos. El neoliberalismo alcanza tal hegemonía cultural que ni siquiera la crisis de 2008 le hizo mella, dado que no había alternativa, salvo el extraño modelo asiático de capitalismo emergente tardío que, por cierto, sirvió para jalonar la economía mundial y ocultar las fallas del modelo neoliberal.
En Colombia la Constitución de 1991 refleja en su carácter bicéfalo esta contradicción, al imbricar en precario equilibrio la tendencia privatizadora y mercantil con el garantista Estado social de derecho. En 30 años hemos visto cómo el componente neoliberal ha socavado el Estado social de derecho, dejándolo en los huesos.
Ahora la emergencia sanitaria de la pandemia pone en evidencia la ineptitud del mercado para gestionar la crisis y velar por el Bien común, incapaz de interpretar los intereses de la humanidad como conjunto. Como en la caricatura, el náufrago en el agua no encuentra la mano invisible de Adam Smith que lo salve de ahogarse. Se plantea entonces el retorno del Estado en todo el mundo. El imperativo de la salud como derecho deja de ser letra muerta y resucita en medio de la angustia, el miedo y la vulnerabilidad biológica: ¡¿cómo pudimos desmantelar el sistema público de salud?! La renta básica universal deja de ser utópica y en cuestión de días se hacen ensayos pilotos en su dirección (aunque en Colombia bajo la forma perversa del know how asistencialista de la clase politiquera: repartiendo mercaditos con sobrecostos). La investigación científica, en muchos países marginada, de repente es urgida como salvadora y guía.
Es el momento de la defensa de lo público en los sectores estratégicos de la sociedad. Corrupción y privatización son dos caras de la misma moneda. La corrupción del sector público no sólo produce ganancias inmediatas ilegales sino que fomenta luego la privatización y sus ganancias legales concomitantes. La combinación perfecta…. ¡para ellos! Y ya no es cierto que no haya alternativa al “sentido común” neoliberal. El estado de bienestar ha sido el mejor modelo de sociedad moderna que ha existido y puede ser actualizado, por ejemplo, siguiendo la línea de investigación que Thomas Piketty y su equipo han liderado en la última década. Y que quede claro que no proponemos un modelo estatista sino una economía mixta racionalmente regulada. Pero lo más importante es que este modelo nos permitiría enfrentar en mejores condiciones el mayor desafío de todos: el cambio climático.
La otra contradicción viene desde el siglo de las luces cuando el enciclopedismo visumbró al ciudadano ilustrado como el pilar de la democracia. Pero el sistema educativo no cumplió con esta promesa de la modernidad al dedicarse a embutir en los jóvenes información fragmentada inconexa y perder de vista el objetivo de formar en pensamiento crítico racional y cosmovisión científica. Olvidamos que la ciencia, como decía Carl Sagan, no es una montonera de conocimientos sino una forma de ver y entender el mundo. Esta falla grave en el marco del progreso moderno es confrontada por Steven Pinker en su recomendado libro En defensa de la Ilustración (2018).
Olvidamos que la ciencia, como decía Carl Sagan, no es una montonera de conocimientos sino una forma de ver y entender el mundo.
La consecuencia es que no habrá ciudadanías libres si no hay masa crítica de ciudadanos ilustrados. Para la democracia esto ha sido extremadamente perjudicial, pues ha prohijado el auge de los populismos y clientelismos. En términos filosóficos se dice que la democracia epistémica fue opacada por la democracia doxástica.
La forma tradicional de oscurantismo anti-ciencia ha sido el pensamiento mágico religioso. Lejos de desaparecer, ha pervivido en los sectores conservadores de la sociedad. En EEUU la base social republicana de protestantes fundamentalistas tiene tal peso político que pone presidentes. Y en tiempos de pandemia podemos ver lo que eso implica: la ineptitud total del gobierno federal y las escandalosas cifras ascendentes de la Covid en ese país. En América Latina ni siquiera se limita a los sectores conservadores, como el caso patético de Bolsonaro, sino que ha permeado hasta los sectores de izquierda, supuestamente progresistas.
Pero el fenómeno que más ha impactado a las izquierdas con epicentro en Europa fue el movimiento intelectual posmodernista que surgió a finales de los 70 para llenar el vacío dejado por el marxismo, y desde entonces ha hecho estragos en las ciencias sociales y en el pensamiento “progre”. En verdad, el “posmodernismo” debería denominarse “antimodernismo”. También el pensamiento liberal se vió influido por esa moda lo que derivó en la ideología de la “corrección política” basada en el construccionismo social y cultural que desconoce la base biológica del animal humano, que hoy nos abofetea con la pandemia. Afectó sobre todo a feminismos y movimientos étnicos. En América Latina hay otra corriente oscurantista, poco conocida, pero con alguna influencia en países de fuerte presencia indígena. Me refiero al llamado “pensamiento decolonial” que practicamente declara una guerra cultural contra Occidente. Hay un tufo “decolonial” en el gobierno de AMLO, cuya ministra de ciencia ha sido fuertemente cuestionada por la comunidad científica (igual ha pasado en Colombia en un gobierno de derecha como mostré en mis columnas de enero). La gestión de López Obrador frente a la epidemia ocasionada por el virus SARS-CoV-2 pondrá a prueba su actitud y aptitud ante la ciencia.
A todo lo anterior hay que sumar las pseudociencias y las teorías conspiranoicas que, a diferencia de los anteriores cuatro oscurantismos, no se han acallado en la coyuntura de la pandemia, generando confusión y desinformación en las redes sociales gracias al analfabetismo científico de las multitudes, lo cual se traduce en muerte y sufrimiento cuando no se siguen las medidas de contención y mitigación necesarias para enfrentar la epidemia en cada nación. Mi punto es que la emergencia del 2020 de origen biológico, pero expandida por la autopista expedita del transporte áereo de pasajeros que la globalización exacerbó en las últimas décadas, ha recuperado para la ciencia el lugar que le corresponde como faro iluminante de la sociedad. Hoy dependemos angustiosamente de la investigación en virología, fisiopatología y epidemiología de este novel coronavirus que ya se diversifica en variantes más o menos patógenas. Y esperamos que vacuna y tratamientos eficaces logren que la cifra de fallecidos no llegue ni al 1% de la influenza de hace un siglo.
Si la debilidad en infraestructura y talento humano en ciencias de la salud sumadas al analfabetismo científico de las mayorías ponen en aprietos a las sociedades del siglo XXI frente a un simple virus, imagínense esta incapacidad enfrentada a un reto inmensamente más grande y menos visible, como es el caso del cambio climático antropogénico.
En resumen, estado de bienestar + ciencia no es una fórmula simplona ni la panacea, pero sí constituye el punto de partida, la base firme desde la cual la humanidad pueda salir adelante frente al peligro que representa ella misma cuando está sometida a las fuerzas ciegas del mercado alimentadas por la codicia y al oscurantismo masificado por la alienación, el miedo y la ignorancia.
Próxima columna: Piketty vs Pinker