Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
Empujados por las deudas y su afán de aventuras, Leoncico y Balboa se montaron como polizones en un barril de pólvora, dentro de la embarcación de Martín Fernández de Enciso. Tras ser descubiertos en alta mar, Leoncico arremetió con su instinto salvaje y dijo Guau, pero su amo lo detuvo. Llevado hasta Enciso, quien de paso quería arrojarlo al mar, Balboa justificó su presencia alegando que conocía la región, y ensalzó además la gran fuerza, nobleza, fidelidad y valentía de su amigo, a quien él mismo había adiestrado en el difícil arte de matar indios. Que era capaz de derribar un toro, -dijo – y que tenía el arrojo de diez hombres juntos, motivo por el cual exigía para su perro, parte en los botines y doble ración de comida.
Ya en el Darién, con armadura de fierro, espadas y arcabuces, Fernández de Enciso arremetió contra los nativos; éstos ofrecieron resistencia. El cacique Cémaco fue apresado por Enciso y amarrado a un palo. En medio del suplicio, ofreció pagar un rescate de nueve mil castellanos de oro por su libertad, los cuales le fueron entregados, pero no satisfecho con ello el conquistador le prendió fuego en las piernas. Los indígenas recogieron otros tres mil castellanos, pero aún era poco para saciar su avaricia y el español lo siguió torturando hasta que los tuétanos le saltaron por la planta agrietada de los pies y “expiró e dio el ánima”. En ese punto, procedieron a fundar Santa María de la Antigua del Darién, la primera ciudad española en tierra firme, rápidamente nombrada capital de la gobernación de Castilla de Oro.
Leoncico era un perro de combate, un alano español, capaz de olfatear y distinguir en la manigua el olor de los indios colaboradores y el de los indios rebeldes. Siempre iba al frente para evitar las emboscadas, descubriendo huellas o abriendo senderos. Él desconocía la región, pero conocía los secretos del miedo. Era un guerrero de cuatro patas. Con la fiereza de un tigre paraba las orejas y se abalanzaba sobre sus enemigos sin compasión. Al cabo de un tiempo, había matado más indios que su amo y hecho más estragos y prisioneros, que todo un regimiento de soldados. Por los servicios de su perro en batalla, Vasco Núñez de Balboa fue autorizado a cobrar una “soldada de arcabucero”.
Al igual que su padre, Leoncico era de pelo corto, “bermejo y el hocico negro mediado y no alindado, pero recio y con muchas cicatrices de heridas hechas por fieras e los indios”. Tenía una nariz ancha, una mirada feroz y unas arrugas en el ceño a las que debía su aspecto mal encarado. Era acuerpado, pero corría como un rayo y sus ladridos retumbaban como un trueno. Llevaba un protector de metal y cuero en pecho y torso, con puntas de hierro y escudo e insignias de Castilla y León, para minimizar el alcance de las flechas envenenadas. Una vez Balboa fue nombrado alcalde, exigió que los indios y sus subalternos se dirigieran a su fiel amigo con pleitesía: —Buenos días, señor perro—, —con su permiso, señor Leoncico—, le decían todos con una venia a su paso. Él respondía invariablemente con un gruñido desconfiado. Su instinto asesino infundía más temor en las huestes enemigas que las ballestas, espadas y arcabuces. Vasco Núñez lo tenía en más estima que a sus soldados, pues no se emborrachaba, ni desertaba nunca, acataba sus órdenes al pie de la letra sin reparos, y combatía a su lado hasta la muerte si era preciso. Como si fuera poco, el perro le proveía de bastante carne, pues sin ninguna ayuda, él era capaz de apoderarse fácilmente de pumas, venados, puercos de monte y hasta caimanes. Era hijo de Becerrillo, un alano que causó el terror entre los nativos de Borinken, a quien solían alimentar con los testículos de los indios adultos, o con niños taínos que cortaban en trozos y le asaban cuando la comida escaseaba.
Al decir de Fray Bartolomé de las Casas, “Él fue un lebrel al que amaestraron que en viendo un Yndio lo hazía pedazos en un credo, y mejor arremetía a él y lo comía cual si fuera un puerco”. Quizá por ello fue tan sorprendente el caso de la vieja india a quien sele ordenó despedazar: “Fue hasta ella, la olió, alzó la pata y la meó sin hacerle más. El gobernador Ponce de León no quiso ser menos piadoso y mandola dejar libre”, -según cuenta Fernández de Oviedo. Fue alcanzado por una flecha envenenada con curare, pero su muerte se mantuvo en secreto para sostener su terrorífica leyenda entre los nativos boricuas. Aparte de cazar, el trabajo de Leoncico en el pueblo consistía en mantener la distancia y el orden en torno al gobernador, junto a quien no permitía movimientos bruscos ni gritos ni palmoteos. Fiel a su herencia y a su amo, ya en el campo de batalla, su labor era perseguir, atacar y descuartizar al “indio impío, ese súbdito rebelde no evangelizable” y presumiblemente sin alma, según decía el capellán de Santa María, para justificar el exterminio de kunas y katíos en bocas del alano y su jauría: “Algunos comen carne humana, —escribió el padre Alonso de la Cruz—,tienen diferentes lenguas, mohanes, hombres y mujeres que tratan con el demonio y le ofrecen sus sacrificios… Tienen muchas supersticiones y no tienen noticia de gloria ni de infierno”. (F)
Fragmento de “Figuras de lo andado”, libro en progreso sobre la historia de Santa María de la Antigua del Darién y la conquista del mar del Sur.
@FFscaballero