Por GERMÁN AYALA OSORIO
A diario circulan videos que registran la aberrante e incivilizada práctica de cientos de hombres que golpean a violadores o ladrones atrapados en flagrancia hasta causarles la muerte. De manera jocosa, dichas acciones las llaman “paloterapia” o “masajes colectivos” con el fin de encubrir lo que verdaderamente son: justicia por mano propia, resultado de una sociedad violenta, cuyos miembros desconfían de la policía y de los jueces. Una especie de paramilitarismo urbano de nuevo cuño, que brota del cansancio y de la rabia por los constantes robos y de las inefectivas acciones de las autoridades para frenar el problema.
Esos hombres que apalean cobardemente a los “amigos de lo ajeno” o a violadores actúan en gavilla con el propósito de asesinarlos o, por lo menos, producirles los mayores daños físicos posibles. Creen que aplicando dicha modalidad sui generis de justicia los robos y las violaciones cesarán. Al estar inspirados en un sentimiento de venganza, asesinar ladrones y violadores que caen en sus garras es el justo premio. Estos victimarios, sin saberlo, se ubican en un plano moral superior desde el que ejecutan la orden que sus consciencias les da, mandato que coincide con el grito ensordecedor de los que gritan a todo pulmón: “mátenlo, péguenle, dale en la cabeza, quítale la ropa…”.
En los mismos noticieros que se registran estas violentas reacciones se escuchan las voces de abogados expertos que explican que hacer justicia por mano propia, está tipificado en el código de procedimiento penal como un delito. Lo curioso es que estos linchamientos la Policía no los registra, pues tan solo quedan en las memorias de celulares, o capturados en las cámaras de seguridad y en las propias de los medios masivos. Por ello, los llamados de atención de los penalistas poco sirven para frenar la ocurrencia cada vez mayor de estas lapidaciones públicas.
Las víctimas de las hordas salvajes son el fruto de una política criminal mal concebida por quienes operan un Estado que no se ha erigido como un faro moral para sus asociados. Por el contrario, la desconfianza de cientos de miles de ciudadanos en el óptimo funcionamiento de los mecanismos reglados de justicia termina llevando a muchos de estos a participar de esos castigos colectivos. A lo que se suma, para el caso de las violaciones a mujeres, que hacemos parte de una sociedad machista, patriarcal y misógina.
Los alcaldes y alcaldesas echan pullas a los jueces que dejan libres a estos delincuentes, pero son incapaces estos mandatarios de proponer cambios en la política criminal nacional que permitan, con probada eficacia, aumentar las penas para quienes cometan este tipo de delitos. Dirán que la solución al problema de los atracos (con cuchillos o armas de fuego y traumáticas), en particular, no está en aumentar las penas porque las cárceles están llenas de jóvenes por la comisión de delitos menores, considerados así por las cuantías de los robos.
Mientras congresistas y jueces se ponen de acuerdo en cómo enfrentar el crecimiento fenómeno de la inseguridad ciudadana (incluyendo violaciones al por mayor), los ciudadanos que participan, observan y aplauden esas lapidaciones deberían entender que de nada les sirve ubicarse en ese plano moral superior, pues linchar al ladrón o al violador los ubica en el plano contrario: en el de asesinos.
@germanayalaosor