Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
Cuando el hermano Galicia terminó por fin de construir la catedral de Quibdó treinta años después de que el ingeniero Oscar Castro Conto le diera inicio, todos confiaban en que sería un edificio seguro contra los embates de la naturaleza y las huestes del mal. La catedral era gigantesca, una mole gris de acero y hormigón que se erguía de forma desmedida sobre los ranchos de madera y zinc; no obstante, el pueblo la miraba con orgullo. Poseídas por un renovado fervor religioso, las personas se agolpaban incluso afuera de las puertas para escuchar los oficios de su recién nombrado pastor Pedro Grau Arola, un hombre santo, que además había donado la totalidad de su herencia para concluir la monumental construcción. Aun así, el diablo se las ingeniaría para fastidiarlos.
Antes de ser inaugurada, un visitante ocasional se apropió de ella convirtiéndola en su guarida. La solemnidad de actos litúrgicos se vio empañada de repente. Miles de pequeños pajarracos abarrotaban los amarres del techo, las cornisas y toda saliente susceptible de ser usada como cubil.
Los pájaros iban y venían. Como no los veían durante el invierno, los nativos pensaban que hibernaban misteriosamente en el lecho del río y que en el verano, después de una larga estancia, resucitaban piando y dando giros victoriosos sobre los techos de las casas. Las golondrinas aparecían por millares, danzaban sobre las antenas, sobre los postes y cables del alumbrado público, volaban a baja altura rozando las cabezas de los transeúntes, invadiendo las calles y callejones. Se filtraban entre las pulperas, sobre las carretillas de los vendedores de plátano, se atravesaban en medio de las peleas de perros… Los niños levantaban sus brazos para tocarlas y estas los evadían de forma vertiginosa provocando accidentes entre motos o ciclistas que por esquivarlas iban a parar a los charcos de agua podrida o a la orilla del río. Algunas eran capturadas con mallas, las metían en jaulas y luego eran soltadas con el descubrimiento de la estatua de San Francisco para darle espectacularidad al acto inaugural de las fiestas.
Recién llegado el padre Anglé, un legendario misionero catalán, maravillado con el espectáculo veraniego, entonaba una copla del romancero español que acabó calando en el imaginario popular: “Ya vienen las golondrinas con su vuelo muy sereno, a quitarle las espinas a Jesús el Nazareno”. Entonces, las aves se hicieron intocables. Eran consideradas sagradas porque, según la leyenda, el mismo Jesús en medio de su martirio las bendijo, haciendo su carne amarga para que no pudieran comerla las víboras ni los impíos.
Para desmitificar la leyenda, los ornitólogos lanzaron la temeraria idea de que ellas iban al norte en los meses de verano y al sur en temporada de invierno. ―Grandes bandadas de golondrinas migran desde Canadá hasta la Patagonia en busca de un clima más benigno. Guiadas por el sol y las estrellas, las aves hacen una parada en el mismo sitio cada año―, concluyeron. Nadie les creyó.
A punto de llegar el verano, se podía oír su canto alegre sobre el río Atrato anunciando el cese de la lluvia. Era reconfortante para la gente del pueblo, que no veía la hora en que a mitad del río saliera la pequeña playa en la que hacían asados, ponían música, tomaban y bailaban con desenfreno como un abrebocas para la fiesta de San Pacho. Las golondrinas eran una bendición. No así para las señoras de la parroquia, que cada día tenían que raspar pisos, bancas y paredes, limpiar santos, vírgenes y cuadros. Las golondrinas se cagaban sobre el altar; sobre la pila de agua bendita, sobre el sagrario. Los pájaros se cagaban sobre la tonsura de San Francisco de Asís, patrono del pueblo; sobre los brazos y pómulos del Cristo crucificado, dándole un aspecto grotesco y surreal. Sin la más mínima demostración del decoro, las endemoniadas aves se cagaban sobre el copón, sobre el misal, sobre las catorce estaciones del viacrucis, se cagaban sobre el niño que la virgen acababa de bañar.
“Las golondrinas son de Dios, ya se irán”, fue lo único que dijo monseñor Grau Arola, al ser consultado. No obstante, cuando inauguraron el templo, los hábitos del prelado y su pléyade de obispos y curas invitados tuvieron que ser lavados al instante para evitar las manchas que el implacable bombardeo de los pájaros causó en tan inmaculadas prendas. De inmediato las señoras del grupo de oración comenzaron una cruzada las aves, que de admiradas pasaron a ser malditas. Las golondrinas se convirtieron en un visitante indeseado. Trataron de expulsarlas a punta de rezos y conjuros, quemaron cachos de vaca, conchas de armadillo, junto al vapor de yerbas penetrantes para asfixiarlas con su fuerte hedor; pero las aves daban una vuelta sobre el monte, se agrupaban al azar, dibujaban formas caprichosas entre las nubes y se lanzaban rasantes sobre el río, tomaban agua, atrapaban insectos y más tarde, fortalecidas, se arrojaban en picada por los pequeñas orificios de la torre. Así cada día, cada semana, hasta que ellas decidían que era tiempo de partir.
Un párroco joven trajo de los Estados Unidos un silbato electrónico que producía un ruido imperceptible para el oído humano pero insoportable para los pájaros. ―Es lo último en tecnología―, dijo ―al conectar el aparato en horas de la noche, las golondrinas no tendrán más remedio que abandonar el recinto rebotando a ciegas contra las paredes. Todo iba bien hasta que al tercer día, la gente que desconocía el hecho, alarmada por la larga tradición de catástrofes e incendios que en otro tiempo arrasaron gran parte de la ciudad, se agolpó en las iglesias y en la catedral rosario en mano temiendo lo peor: sin un motivo aparente, miles de perros llevaban tres noches aullando de forma melancólica y, todos sabían que ese era el preludio de una tragedia.
El asunto tomó matices grotescos cuando el padre Isaac, ―alma de dios que no mataba una mosca―, rebosados los límites de su paciencia, propuso que se enjuiciara a las golondrinas públicamente, tal como se hizo en la edad media con los ratones, los cuervos o los puercos. ―En Francia―, dijo ―una horda de moscas que invadió el templo y molestaba a los feligreses fue excomulgada por San Bernardo de Claraval en medio de una celebración eucarística y al día siguiente todas aparecieron muertas. Pero nadie quería matar a las golondrinas, tan solo que se fueran. Incómodo con las manchas pardas de su desgastada sotana blanca, el padre Isaac ensayó con su instrumento favorito: la trompeta, y programó los ensayos con sus alumnos justo a las 6 de la tarde, cuando las golondrinas retornaban para importunarlas con su sonido agudo. De forma experimental hacían todo tipo de combinaciones tonales. De una melodía apacible y melancólica pasaban a notas desgarradoras, altisonantes y estridentes capaces de alterar los nervios a las criaturas más salvajes. Pero las golondrinas escuchaban el concierto con indiferencia y dormitaban con su arrullo hasta que los músicos se cansaban. El padre Isaac murió y los pajarracos siguieron ahí, pero alumnos como Jairo Varela, Hinchao, Hansel Camacho y Alexis Lozano aprovecharon muy bien sus lecciones, aplicando algunos de esos hallazgos casuales en sus arreglos musicales. Conocemos de la importancia de las clases del padre Isaac a esos aventajados alumnos chocoanos, pero nunca sabremos con exactitud cuál pudo ser el real aporte de las golondrinas a la música Salsa. (F)