“La literatura está llena de cosas inútiles absolutamente necesarias.” Rosa Montero
Se dice que el aficionado a la literatura vive muchas vidas, además de la propia; y que es la compañía perfecta en momentos de angustia o sufrimiento, cuando no sabemos con exactitud dónde nos duele. Las letras son esa prolongación de la memoria de la humanidad, todo aquello que se ha sentido o soñado, donde podemos hallar todo un universo de fantasía o las epopeyas de civilizaciones ya extintas.
Pero la escritura de lo literario también puede ser un modo de procesar el duelo, o una forma de resignificar el dolor. Así lo hicieron Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos, un relato conmovedor sobre la vida y muerte de su padre; y la poeta y escritora Piedad Bonnett con Lo que no tiene nombre.
Esta última es una novela testimonial, publicada hace más de once años, donde nos cuenta el evento más traumático de su vida, el suicidio de su hijo Daniel. La novela está dividida en cuatro partes: Lo irreparable, Un precario equilibrio, La cuarta pared y El final.
Lo irreparable es cuando ella llega al edificio de Nueva York donde días antes Daniel se había quitado la vida, para recoger lo que le había pertenecido, lo que dejó detrás de su decisión fatal. Visita que le sirve para convertir en anhelo de negación lo que luego será la reafirmación de la única realidad posible: su hijo ha muerto y nunca volverá.
A ello le sigue lo que en psicología se han denominado las etapas del duelo: Bonnett nos invita allí a hablar abiertamente del dolor, de la ira, ese vacío de sentido en los actos cotidianos tratando de entender con la razón lo que el corazón no comprende: una conversación descarnada en la que hace un uso impecable de referencias, tratando de encontrarle nombre a lo que de ningún modo puede tenerlo.
En esa búsqueda logra llegar a un precario equilibrio, tras el convencimiento de que la vida sigue siendo vida para ella y el resto del mundo. Es aquí donde asistimos a la reconstrucción del otro, en este caso de Daniel.
Piedad pregunta, averigua, indaga entre sus amigos, profesores y exnovias, conduciendo al lector hacia lo que se venía intuyendo: la condición mental del suicida. Años antes de su muerte había sido diagnosticado con esquizofrenia paranoide, un trastorno que si bien no le impedía llevar una vida independiente, siempre pesó como una gran sombra, hasta aislarlo detrás de una enorme cuarta pared.
Piedad Bonnett procura desde la primera línea de su novela darle sentido a su dolor, un significado más allá del sufrimiento, como mecanismo para procesar el duelo que enfrentó. Pero también construye una herramienta para todos aquellos que han atravesado por experiencias dolorosas similares. En más de una entrevista contó haber recibido numerosos testimonios de personas que se han sentido próximas a su novela. Esto para ella significó un alivio y el final quizá de un largo duelo, y para sus lectores una voz poderosa, capaz de guiarlos en su propio dolor, o que los ha ayudado a identificar la necesidad de buscar ayuda.
En lo personal, Lo que no tiene nombre llegó en un momento doloroso de mi vida. Cuando, como Daniel, sentí que “la soledad que nos ataca nos mata, lleva a la gente a la desesperación (…)”. Leer su testimonio fue una de las señales que me llevaron a mejor rumbo. La literatura no sólo nos permite vivir muchas vidas, también nos hace regresar a la propia, incesantemente, cuando más lo necesitamos.