Tranquilos, a pesar de que el título habla de dos papas no voy a referirme aquí a la carta que Iván Duque le envió al papa Francisco como si él, Duque, fuera otro papa. Hablaré de la película dirigida por Fernando Meirelles, cuyo guión especula sobre la forma y el contenido de las supuestas conversaciones sostenidas entre Joseph Ratzinger, convertido ya en el papa Benedicto XVI, y su sucesor el cardenal argentino Jorge Bergoglio.
Para empezar, hay que reconocer que pese al hecho de que el 70 u 80 por ciento del tiempo no asistimos a nada distinto que a un debate teológico entre dos ancianos jerarcas -al alcance de cualquier bachiller-, a un choque de trenes entre dos formas de ver la vida y la religión, a una vulgata cinematográfica como metáfora reeditada de lo acontecido en la Judea de hace dos mil años -cuando el nuevo orden instaurado por Jesucristo se enfrentó a la anquilosada ley mosaica, petrificada por los sucesivos sanedrines (flota en el ambiente de las conversaciones papales que se desarrollan allí Marcos 2,27: «El sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado»)-, pese a todo eso, digo, los 125 minutos de duración de la película no se sienten.
A que no se sientan contribuyen, por supuesto, las magistrales actuaciones de Anthony Hopkins y Jonathan Pryce, sumadas a una acertada alternancia de imágenes, tratadas para que parezcan recién sacadas de cualquier telenoticiero y otras efectivamente reales. El resultado es que al final no se sabe si quienes se mueven en la pantalla son actores o los personajes verdaderos.
Pero nada de lo anterior sería suficiente si las discusiones no giraran en torno a los intríngulis propios del Vaticano, el corazón de Iglesia Católica -que es por mucho la institución más poderosa e influyente de la Historia-, así con toda seguridad la resolución parcial de la profunda crisis que agobia a la Iglesia en los más diversos órdenes y desde hace décadas, circunscrita en la cinta al acuerdo de relevo logrado entre dos dulces ancianos tras una discusión que ni siquiera llega a la categoría de acalorada, parezca más una versión de Walt Disney que cualquier otra cosa.
De hecho, la línea más osada la dice Hopkins, medio en serio medio en broma, cuando después de explicarle a su interlocutor que antes se usaban jesuitas como conejillos de Indias para que probaran primero lo que comería el papa, añade: «Creo que la falta de Jesuitas ha envenenado a más de un Santo Padre». Aunque, si nos ponemos francos, hasta las andanzas del tenebroso Michael Corleone por esos lares en The Godfather III, también lucen como una versión para adolescentes, tomando como punto de referencia lo que todos pensamos que en realidad sucede allí dentro.
No obstante, con todo y su excesivo edulcoramiento artificial la película funciona, no sólo en cuanto a ficción completamente verosímil para ser tragada sin masticar: aparte de una dosis de humor coherente y balanceada que cabría esperar allí, y que relaja y hace más llevadero un guión que podría resultar demasiado severo para la audiencia, también están las respectivas y esperables epifanías experimentadas por los dos protagonistas, así como sus flaquezas, sus ‘tentaciones en el desierto’ y sus cálices apartados.
No sólo por todo lo anterior funciona ‘Los dos papas’, repito, sino que incluso va más allá, y hasta podría servir como punto de partida válido que motive una incursión descafeinada en la Filosofía de la Religión por parte del espectador dispuesto, centrada ésta en lo correspondiente al cristianismo: al fin y al cabo se trata de una producción de Netflix dirigida al público masivo, no de la ‘Prima’ parte de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.