Por GERMÁN AYALA OSORIO
¡Aparecieron vivos los cuatro menores indígenas! Aunque no sonó el Himno Nacional, la alegría de millones de colombianos fue evidente. Después de 40 días de deambular por la espesa selva del Yarí, los sobrevivientes del siniestro aéreo fueron encontrados por otros indígenas que, junto a comandos jungla, se adentraron en la manigua para rescatarlos. Y lo lograron.
La exitosa Operación Esperanza deja varias enseñanzas para una sociedad fracturada como la nuestra. La primera se desprende de la confluencia de saberes. Los saberes técnico-científicos del conjunto de expertos militares, incluidos el personal médico, a los que apelaron para dar con el paradero de los menores y su posterior cuidado, fueron claves y nos ponen a la vanguardia en ese tipo de operaciones humanitarias. Pero no se quedaron atrás los saberes ancestrales de unas comunidades indígenas cuyas creencias se mueven entre reconocer a un único Dios y los poderes sobrenaturales que hacen aún más compleja la vida en la selva amazónica.
Uno de los familiares de los niños había afirmado que estaban en poder de “los duendes” y que urgía recuperarlos, ante el temor de que estos decidieran quedarse con los menores. Una creencia que para muchos resulta ridícula, pero que para los pueblos indígenas está atada al poder de la selva. Temerle a ese complejo ecosistema hace parte de la relación consustancial que los pueblos aborígenes sostienen de tiempo atrás con la manigua.
Para aquellos que se mofan de la presencia de los duendes, hay que recordarles que hay millones de seres humanos en el mundo que creen a pie juntillas en la mano invisible del mercado. Eso sí, hay una gran diferencia: creer en el poder de duendes juguetones no le hace daño a nadie; por el contrario, creer en que la mano invisible del mercado soluciona todos los problemas que genera el capitalismo salvaje resulta una burda creencia, puesto que de un lado se naturaliza la pobreza y por otro se esconde a los responsables que la producen.
La segunda enseñanza va de la mano del autorreconocimiento étnico que hizo el general de la Fuerza Aérea responsable de los comandos que se internaron en la hostil selva para rescatar a los menores. Se trata del general santandereano Pedro Sánchez Suárez, quien con sus soles bien puestos en la charretera reconoció su origen indígena. Ese reconocimiento le dio toda la legitimidad para dirigir a las fuerzas combinadas de militares e indígenas que se adentraron en la trabada manigua, bien para pedirles a los duendes que les devolvieran a los menores o para arrebatárselos.
La actitud de este alto oficial hace pensar en el deseo de que dentro de las tropas haya más hombres y mujeres así: que no sientan vergüenza de su origen, de su proceso de mestizaje. La enseñanza es clara: más militares ‘indigenistas’ y menos civiles racistas. Qué buen ejemplo para aquellos que maldicen tener sangre de indígenas o de afros, y en particular para aquellos que han descalificado a la vicepresidenta Francia Márquez Mina por ser negra. También para quienes en Cali, en medio del estallido social, sacaron sus armas traumáticas y letales para cazar indígenas, por el solo hecho de creerse blancos y por tanto superiores.
Esta vez el poder militar no se usó para asesinar a pequeñas “máquinas de guerra”. Se usó, por el contrario, para asegurar que un niño y tres niñas indígenas siguieran con vida para ver si algún día los mestizos de corbata instalados en Bogotá dejan de despreciar sus vidas por el solo hecho de creer en duendes o en fuerzas superiores. Quiero pensar que los menores regresaron porque los duendes entendieron que esta sociedad confundida y fracturada necesitaba de una buena noticia y de un gesto sobrenatural, para, así sea por unos cuantos días, sentirnos como si fuéramos un solo pueblo.
@germanayalaosor