Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Desde muy temprano en la mañana las mujeres comenzaron a sentir la ausencia de los hombres. Hasta el día anterior se les veía en las calles, el metro, las oficinas, las fábricas, las peluquerías, los bares; también en las pequeñas protestas…
Pero de repente ellas, las que vivían en pareja, despertaron en una cama cuya mitad estaba vacía y fría. Y las que iban de copas los sábados por la noche al lugar donde se concentran los bares, encontraron en ellos únicamente a mujeres. Ya habían notado que en el metro solo subían hombres mayores y que, contrario a lo de todos los días. en las horas punta, ahora había sillas vacías en todos los vagones. ¿Y en los andenes de las grandes avenidas y las calles de barrio? Solo mujeres y hombres mayores.
El bullicio de los billares, las cafeterías y restaurantes donde los televisores transmiten los partidos de fútbol locales y de la Liga de Campeones, ahora se había convertido en un ensordecedor silencio que denunciaba la desaparición de su clientela masculina.
Entonces las mujeres comenzaron a sentir en el pecho esa angustia que atrapa a las personas cuando se dan cuenta de que la soledad comienza a devorarlas. Ya no había padres para sus hijos, ni novios para las jóvenes, ni semen para fecundar sus óvulos, ni hombres para las infidelidades, ni siquiera quién les llevara desde el restaurante la comida a casa cuando querían descansar de la rutina de la cocina.
¿Por qué ellos habían decidido desaparecer? Una ciudad sin hombres no vale la pena habitarla, pensaban ellas. ¿Cómo podremos sobrevivir sin padres, sin hijos, sin novios, sin pareja? ¿Qué les hemos hecho para que nos hayan abandonado así tan intempestivamente? ¿Y qué es lo que debemos hacer para conseguir que regresen?
La ausencia de ellos se notaba en las oficinas, comercios, fábricas, talleres mecánicos… Ya ni siquiera pasaban los camiones de la basura y la ciudad estaba llena de desperdicios. Se acabaron las mudanzas, las construcciones se detuvieron, pararon las reparaciones en los lugares públicos, los profesores de los deportes extraescolares se marcharon, los grupos musicales se silenciaron, los deportistas comunes y de élite no volvieron a entrenar, los estudiantes universitarios dejaron sus pupitres vacíos, los reponedores de los supermercados tiraron su trabajo, los camioneros ya no llevaban mercancías por las carreteras del país, los fontaneros del servicio a domicilio hicieron caso omiso a los llamados y muchos desagües de la ciudad quedaron atascados, los vendedores en las plazas de mercado y en los mercadillos abandonaron sus puestos. Era una realidad: la ciudad se había quedado sin hombres menores de 60 años.
Las chicas que estaban inscritas a páginas y apps de citas, descubrieron que ahora la oferta del sexo opuesto para quedar en algún lugar de la capital del país se había diluido. ¿Por qué los hombres nos están haciendo esto?, se quejaban ellas. ¿Es que de un momento a otro se han declarado en huelga contra las mujeres, o, acaso ahora nos odian y nos desprecian al punto de dejarnos solas por ahí en la vida, solas, solas, muy solas, sin importarles quedarse ellos solos también?
Fueron las estriptiseras del club de alterne más popular de la ciudad las que hicieron saltar las alarmas. Los hombres ya no desean a las mujeres, denunciaron en la página web del lugar. Ya no vienen a vernos; el 60% de ellos, que atiborraban todas las noches este local, ha huido. Únicamente llegan aquí los hombres mayores. Pero nosotras necesitamos de la mirada, el aplauso, el temple, el vigor y el dinero de los jóvenes.
Tras esa alerta, los próximos en denunciar fueron los dueños de las peluquerías masculinas: habían perdido el 75% de su clientela. Hoy nuestras sillas que siempre estaban llenas los fines de semana, apenas son ocupadas en un 25%. Además, la mitad de nuestros peluqueros también se han evaporado. Esto quizás es una maldición bíblica que nadie supo leer. Tendremos que cerrar, o convertir la peluquería en un lugar para las mujeres. ¿Pero para qué querrían venir a cortarse el pelo, tinturarlo o peinarse, si ahora la ciudad es irremediablemente femenina?
Las mujeres de la ciudad deambulan por las calles en busca de los hombres perdidos. Van a la cacería de jóvenes. Cuando alguno asoma, corren en masa para atraparlo. Esto lo único que ha conseguido es que los pocos que no se habían fugado, se escondan en los lugares más recónditos porque el miedo los ha devorado por completo.
En esa ciudad sin músculo masculino la tristeza se apoderó del todo de las mujeres. ¿Para que querrían vivir si ahora ya no podían ni siquiera desear una noche alocada de lujuria? ¿Por qué esta horrible renuncia? ¿Cómo podremos estar sin ellos si la vida solo de mujeres, para la mayoría de nosotras, pierde cualquier atisbo de significado? ¿Qué poder sobrehumano hará que regresen y que todo vuelva a ser como antes? ¿Vale la pena llegar a viejas sin la compañía masculina representada en hermanos, hijos, sobrinos, amigos y parejas? ¿Qué debemos hacer para que regresen?
Una mujer mayor, que escuchaba los lamentos de todas, con voz sosegada pero firme, les dijo:
– ¡No! Todas debemos unirnos para que no regresen.
Ante esta frase, las mujeres quedaron de una pieza. -Lógico, como usted está vieja y únicamente aquí se han quedado los viejos, usted sí está acompañada. ¡Vieja egoísta!-, le gritaron al unísono.
La vieja, sin perder la calma, y esperando a que las mujeres la dejaran hablar nuevamente, finalmente, afirmó.
– De nosotras depende de que ellos vuelvan o no; solo de nosotras. Las mujeres debemos cuidar de que ellos no vuelvan; solo así podremos salvarlos y salvarnos.
Esta vez la mujeres guardaron silencio. La anciana prosiguió
– ¿No saben que nuestro país ha creado una guerra atroz? Queridas, es hora de que se enteren de que que no solo mueren ucranianos por nuestra invasión a ese país. Han muerto nuestros soldados profesionales, por miles, y nos lo han ocultado. Por eso ahora han llamado a jóvenes, padres, tíos, hijos, sobrinos, amigos y novios para ir a la guerra. Entre todas debemos impedir que vuelvan a Moscú ni a ningún otro lugar de Rusia; ellos están a salvo en el extranjero. Y a todos los hombres que no han podido huir, debemos esconderlos. Una vez hecho esto, nos tomaremos las calles hasta conseguir frenar esta guerra. Ni las madres ucranianas ni las rusas hemos parido para que nuestros hijos luchen en esta guerra con el fin de que el sátrapa se llene de gloria con su sangre.
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– Este relato está basado en el reportaje titulado «¿Adónde se han ido todos los hombres de Moscú? de Valerie Hopkins, publicado esta semana en el NYTimes.
– Imagen: obra de Richard Avedon. Modelo: Audrey Hepburn