Por CARLOS MAURICIO VEGA
Anthony José Zambrano de la Cruz, huérfano sobreviviente de la violencia, oriundo de Maicao y criado en Barranquilla, corre mañana jueves 5 de agosto la final de los 400 metros en los Olímpicos y les vaticino que ganará el oro.
Más que un corredor, es un estratega. Les diré el porqué.
Hace muchos años, en mi época de estudiante de secundaria en Bogotá, yo corría tanto que sin darme mucha cuenta llegué a ser bueno en atletismo. Tanto, que entre las horrendas vivencias de un colegio masculino y religioso, lo único agradable que me quedó fue mi paso por la pista atlética. Pista que hoy casi ningún colegio o universidad tiene, porque nadie quiere asumir esos costos, pero puede hacer la diferencia en la vida de una persona.
En el frío atardecer volaban los cucarrones de octubre sobre el húmedo campo de fútbol, y volábamos nosotros sobre la perfecta pista atlética, tapizada de una carbonilla negra anterior al por entonces novedoso tartán y con carriles borrosamente marcados con cal.
Mi distancia favorita era los 400 metros planos. Los cien metros me parecían un suspiro, los 200 un insulto, los 800 una tortura y los 5.000 una eternidad. Pero los 400 son diferentes: son una cuestión de estrategia.
Y me explico: los 200 exigen un esfuerzo tan desproporcionado y constante, que en el metro 185 parece que te vas a morir en vez de llegar. Los cien, en cambio, son una explosión de fibra muscular en donde no alcanzas ni a notar el cansancio cuando ya te diste cuenta de que no ganaste. Los 400, en cambio, esconden dentro de sí esa violencia de los cien metros, pero contenida, como un arma secreta.
Cuando suena el disparo hay que picar fuerte, pero discretamente, y situarse bien dentro del lote, no muy atrás pero jamás en la punta, para poder atacar en el momento adecuado: esa salida es como unos cien metros falsos.
Luego viene la primera curva. Hay que relajarse y descansar, ahorrar energía y regular el tranco: apenas van 20 o 25 segundos de carrera y 200 metros. Agazaparse dentro del grupo, cuadrar la respiración y guardar un remanente de pulsaciones para el momento del ataque. Y analizar a los rivales: por el paso, por como mueven la cabeza o como bracean, sabes lo alcanzados que van. Por lo general hay un atorrante al frente que ya gastó toda su energía jalando al grupo. Cuando intente apretar, ya no podrá hacerlo. (Muchas veces ese atorrante gana de punta a punta y todo lo que estoy contando se convierte en paja).
A la mitad de la segunda curva hay que comenzar a apretar. Quedan 150 metros. Hay que situarse bien, de tercero o cuarto. Y luego viene el remate, otros cien metros planos, explosivos y brutales. La recta final: lo que los hípicos llaman “en tierra derecha”. El braceo es clave. Alargas el tranco y llevas la respiración al límite, gastándote el margen de pulsaciones que te quedaba. Y tal vez, si tienes suerte, el que va de primero haya alcanzado antes ese límite, esté anaeróbico y vaya más lento que tú.
Así corre Zambrano. Ataca desde atrás como una ráfaga de pájaros que no ves sino cuando ya está delante de ti. Así ha ganado medallas de plata y oro, desde los torneos regionales hasta los mundiales de atletismo y los Juegos Panamericanos. Y así ha ganado o quedado segundo en todos los hits de clasificación de estos olímpicos. Está corriendo los 400 consistentemente en 44 segundos. El lunes fijó marca latinoamericana con 43.9, a seis décimas del récord mundial, que no cae desde las olimpíadas de 2016. Eso lo coloca en la elite mundial del atletismo, donde apenas una decena de personas está en la capacidad de bajar a las cercanías de los 42 segundos. Si se mantiene en ese nivel, podrá traernos un oro, o al menos un puesto en el cajón.
Anthony, al igual que Juan Guillermo Cuadrado, perdió a su padre en una masacre y tuvo que migrar a otra ciudad para buscar un camino dónde labrar su dolor moral, en el dolor físico del entrenamiento deportivo. Pertenece a la estirpe de los desposeídos que se alzan del polvo hasta la gloria: como Urrutia, como Ibargüen, como Urán, como Egan, como Nairo, como los dos Herreras: Lucho en el ciclismo y Mochila en el boxeo. Y así un alud de nombres humildes: son representantes todos del sacrificio y el dolor.
No niego que otras clases sociales más afortunadas también han producido campeones, sobre todo en las últimas décadas. Ahí están Farah y Cabal con su Copa Wimbledon (algo impensable hace unos años), Santiago Botero y Mariana Pajón en el ciclismo o Camilo Villegas y María Isabel Baena en el golf. Y hace 50 años José Alejo Cortés, el hoy presidente emérito del grupo Bolívar, fue campeón de tenis y representó a Colombia en la Copa Davis, que es como el mundial de ese deporte. Sin embargo, es en las bases populares donde se hacen los campeones que la gente adora por décadas, como Nairo. Ahí se siente la grieta social que como una herida viva le cruza la cara a este país. No hay casi canchas o pistas públicas y colegios y universidades se construyen sin ese equipamiento esencial, porque simplemente es más caro y porque el deporte es visto en las clases altas como el piano para las niñas: algo bonito para ver, pero que no constituye una posibilidad de vida seria.
Más abajo en la pirámide social, los niños estudian fútbol, así como las niñas estudian modelaje; y desertan del colegio. Tienen más posibilidades de salir de la desesperanza que si estudian álgebra. Uno entre mil logra triunfar. En Barranquilla, Anthony Zambrano encontró esa pista atlética que cambió el rumbo de su vida. Ojalá mañana a estas horas haya encontrado la consagración.