Por GERMÁN AYALA OSORIO
Por estos días varios hechos mediáticos y políticos concentran la atención de la opinión pública urbana: la exitosa serie Matarife , el creciente escándalo del que no parece salir la vicepresidente Martha Lucía Ramírez Blanco y el reciente rifirrafe entre los senadores Álvaro Uribe y Gustavo Petro.
Sobre el tercer hecho, operadores políticos expresaron su malestar y cansancio, pues aseguran que el país es mucho más que las viejas discusiones y enfrentamientos entre los dos congresistas. Acepto lo del agotamiento, pero al revisar detenidamente los orígenes de la pugnacidad entre Petro y Uribe, se descubre un asunto de fondo que es crucial: cada uno representa dos países antagónicos, distintos, disímiles.
El que representa e inspira el senador antioqueño, es el país del pasado, en el que los viejos gamonales y capataces, mandaban políticamente; es el país de las mañas, de los atajos, del Todo Vale. El de ese dañino ethos mafioso que deviene validado socialmente, tanto, que logró entronizarse en las relaciones entre los particulares y el Estado. Uribe representa, en el contexto de una sociedad que poco a poco descubre que sus propios procesos civilizatorios devienen truncos, casi fallidos, lo más premoderno e incivilizado.
Uribe personifica y simboliza lo más avieso y anacrónico de la sociedad colombiana. Como ganadero, latifundista y caballista, este Hijo de Salgar inspira prácticas insostenibles en materia ecológica y ambiental. Este operador político es el faro moral de las empresas y de las organizaciones criminales que hoy devastan la Amazonia y se apropian de los baldíos de la Altillanura. Este líder tóxico del “partido” de Gobierno es hijo de la Colonización antioqueña, de allí que él asuma las selvas, humedales y otros ecosistemas naturales, como “montes” y por esa vía, obstáculos para el desarrollo. Como Macho y aventajado vástago o brote de una sociedad patriarcal, la Naturaleza – y las Mujeres- están para ser dominadas, colonizadas, transformadas y violentadas, con todo y lo que a ellas esté asociado y que en su sentir, obstaculice los proyectos productivos en los que cree y que patrocinó entre 2002 y 2010: monocultivos de palma y caña de azúcar para la producción de agro combustibles y la ganadería extensiva poco tecnificada, pero pensada con fines de especulación inmobiliaria.
A este político antioqueño no le interesa discutir sobre Cambio Climático y la crisis civilizatoria de la que hablan varios intelectuales latinoamericanos. Su mirada sobre asuntos ambientales es obtusa y sujeta a las relaciones que de tiempo atrás estableció con la Naturaleza. Desde una perspectiva crítica y ambiental, Uribe Vélez es un fósil, huele a pasado, a añejo, a arcaico. Y como hijo de un Régimen político violento y anacrónico, poco conectado está con los cambios que viene sufriendo la sociedad colombiana y con las exigencias de un mundo que urge modificar las maneras de concebir el desarrollo y las relaciones entre el ser humano y la Naturaleza. La expresión más genuina de su nulo involucramiento con asuntos socio ambientales y con el estado de los ecosistemas naturales, es su evidente animadversión hacia las comunidades afros, indígenas y campesinas, pues sabe que establecer relaciones consustanciales con la Naturaleza es oponerse a la instalación del modelo de la gran plantación, al agro extractivismo y a la búsqueda de riqueza, así sea sobrepasando los límites de resiliencia de los ecosistemas intervenidos. Baste con recordar sus enfrentamientos con el pueblo Nasa del norte del Cauca.
Por el contrario, Petro Urrego está instalado en las preocupaciones y discusiones que académicos y políticos vienen expresando y dando en tormo a las crisis ambientales que confluyen en lo que se conoce como Cambio Climático.
A diferencia de su enemigo y detractor, Gustavo Francisco Petro es, además de político, un intelectual capaz de discutir asuntos a los que Uribe, por su pragmatismo y ceguera modernos, les huye porque su perfil patriarcal y su otoñal presencia se lo impiden.
Petro no inspira a ganaderos, latifundistas, caballistas y extractivistas porque comprende los riesgos y las contingencias de un planeta al que el ser humano sometió a un proceso de transformación, con relativas acciones de precaución sobre sus efectos eco y socio ecosistémicos.
El exalcalde de Bogotá bien podría ser el faro de sectores sociales que rechazan ese ethos mafioso que, para el caso colombiano, deviene naturalizado. Su pasado como guerrillero opaca su vida política, porque la Gran Prensa en Colombia, por más de 50 años, inoculó en millones de colombianos la idea de que el único problema de este país era la presencia y el actuar de las guerrillas. Con el silencio de los fusiles de las Farc y en su momento, los que estaban en manos del M-19, los colombianos vienen abriendo los ojos y hoy entienden que el más grave problema es la Corrupción, fruto de un ethos mafioso.
Sus ideas de “descarbonizar la economía” generan miedo en una élite económica que creó instituciones de control ambiental sujetas en su funcionamiento, a las dinámicas clientelares y a presiones políticas que terminan por obviar informes técnicos y científicos que alertan sobre determinadas decisiones, en particular, en la ejecución de obras de infraestructura de gran impacto socio ambiental y ecológico.
Por todo lo anterior y a pesar del “cansancio” que puedan generar los constantes y viejos enfrentamientos entre Petro y Uribe, lo que debemos advertir es que hay un fondo en esas discusiones y señalamientos mutuos.
Y quizás lo que la sociedad colombiana debe empezar a pensar es en la necesidad de dejar atrás el pasado, el ethos mafioso que ensució la vida privada y pública de Uribe y de la hoy Vicepresidenta de Colombia, a juzgar por lo narrado en el Matarife, en los libros publicados sobre sus vidas y en las investigaciones de periodistas que optaron por hacer periodismo, en lugar de incrustarse en el Régimen de poder.