Medicina: profesión peligro

La vida moderna está llena de paradojas, como aquella de que la tecnología nos ha permitido acercarnos a quienes están lejos, pero al precio de distanciarnos de quienes tenemos al lado.

Otra a la que me quiero referir aquí, es la que le quitó la vida a Catalina Gutiérrez, se la arruinó a sus parientes y llevó a que otros más dieran el paso al costado justo a tiempo, cuando sintieron que estaban pagando un precio muy alto. Se trata de la sinrazón detrás de la cual en los escenarios que se ocupan del cuidado -aquellos que por definición tendrían que ser más empáticos y compasivos-, el maltrato es más alto y, por tanto, más deleznable la vida. Pensando mal quizás se pueda recelar de las rígidas estructuras jerárquicas que existen alrededor del conocimiento médico, que hace de los docentes casi «vacas sagradas»  a las cuales no se les puede discutir ni desacatar. El respeto reverencial por sí mismo ha causado mucho daño, especialmente a estudiantes, monaguillos y reclutas, y debe acabarse. Y el maltrato es tan sistemático que, como si de una revancha se tratara, los residentes aprenden esta lógica castrense de jerarquías, y el R3 o R4 se convierte en el opresor del R1, y este, cuando esté en tercer o cuarto año, hará lo mismo con el recién llegado, sobre el cual se decanta y perpetúa toda la presión del sistema.

Tirar de ese hilo a lo mejor podría traer algunas respuestas. La egolatría, propia ya del imaginario estereotipado del médico, es la razón por la cual cualquier colombiano de mediana edad tiene en su anecdotario el encuentro en consulta con un médico déspota y humillante. Esa actitud, llevada de la práctica clínica a la enseñanza y viceversa, hace del maltrato y la violencia un lugar común en la relación tanto médico-paciente como docente-estudiante. La violencia obstétrica, por ejemplo, es ya un clásico.

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Hace poco más de 120 años, en 1901, salió a la luz una apasionante investigación de Émile Durkheim, un libro con un título escueto: El suicidio. Lo leí poco después del centenario y de él aprendí dos cosas fundamentales: la primera, que el suicidio no es una decisión tan individual como parece; la segunda, que la tasa de suicidio de un país (y la de los grupos sociales) tiende a permanecer constante en el tiempo. Ambas son incontrovertibles: las respaldan los números durante más de un siglo.

En ese orden de ideas, es decir, si nos atenemos a que lo que Durkheim afirma es cierto, la decisión de Sergio Urrego —como la de Catalina y la de todos los que la toman— está mediada por factores como la edad, la religión, el alcoholismo o el consumo de alucinógenos, la nacionalidad y, cómo no, el oficio o la profesión; todos ellos tienen carácter social. Y así es: los países nórdicos o los de Europa del este siempre han tenido tasas considerablemente más altas que las de países como Guatemala, El Salvador o Colombia; y los países protestantes, más altas que las de los católicos. En cuanto a grupos poblacionales, los maestros, los militares y los médicos reportan tasas más altas que las de, por ejemplo, los arquitectos, los contadores y los profesionales en ciencias humanas, sumados todos.   Aquí, cada año el informe anual de Medicina Legal (Forensis) sigue reportando lo mismo que señaló el sociólogo francés hace más de cien años: que los lugares de atención médica son escenarios de suicidio con mayor frecuencia que las cárceles, que a primera vista parecerían más angustiantes, degradantes y desesperanzadoras para una existencia humana digna. Otra paradoja.

Además, la política de prevención del suicidio se basa en la premisa de que, antes de llevar a cabo el acto, la persona en riesgo emite señales de alerta. La identificación y atención oportuna de estas señales son cruciales para el éxito de dicha política. Sin embargo, existe una brecha significativa entre la teoría y la práctica. Como quedó demostrado, incluso un grupo pequeño y cohesionado con experiencia y formación en anamnesis y semiología médica no garantiza la detección temprana del riesgo suicida. ¿Qué podrá hacer entonces el resto de la sociedad? El suicidio, al igual que la hipertensión, es un enemigo silencioso.

Lo que sí no es una paradoja es afirmar, como hacen algunos, que «un suicidio no tiene culpables». Ese absolutismo no tiene asidero ni aporta. Puede que no los haya, es verdad, pero también puede que sí, depende de las circunstancias de cada caso. Lo cierto es que el caso de Sergio Urrego dejó jurisprudencia y una persona condenada, y que el Código Penal, en su artículo 107, contempla penas privativas de la libertad de hasta 108 meses a quien « induzca a otro al suicidio, o le preste una ayuda efectiva para su realización». En el nuevo caso que sacude al país, le corresponderá a la justicia actuar y fallar, si a bien lo tiene, para determinar responsabilidades y establecer un precedente, a ver si la medicina deja de ser, al menos para la salud mental de quienes la ejercen, una profesión peligro. 

@cuatrolenguas

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