Por CARLOS MAURICIO VEGA
Como un manto de negro petróleo cae la capa de seda sobre los hombros de Messi. Se la impone el Emir de Catar, Tamim bin Hamad Al Thani, como una merecida y respetable condecoración: es una prenda honorífica en cualquier lugar del mundo árabe. Recibirla es como recibir las llaves de una ciudad
Sin embargo, la carga simbólica adicional, lo que los expertos llaman el subtexto, no es poca. El escudo argentino queda oculto, velado. A Messi se le ve momentáneamente incómodo. Tal vez no se lo esperaba. Pero el Emir no sólo es el organizador del mundial, sino también su jefe, el nuevo dueño del París Saint Germain. El que le paga el sueldo. El dueño de todo.
Cualquier semiólogo apuntaría inmediatamente al escenario: es una ceremonia que ve todo el Planeta, islámico o no. Y al contexto: es el gas catarí el que ahora se ofrece como bálsamo para la crisis energética europea motivada por la guerra ruso -ucraniana. El aviso de Gazprom, el gas ruso, el que ya no invade con su frío azul las vallas electrónicas que rodean los campos, narra su propia historia: ¿qué combustible moverá ahora a Occidente?
Así, el valor del mensaje político del fútbol cambia y se multiplica. Los cataríes realizaron durante catorce años una gigantesca inversión, incluyendo sobornos y decapitaciones del poder como las de Joseph Blatter, el antiguo lamesuelas de Joao Havelange, y de Michel Platini, otrora glorioso jugador, ahora en la ignominia de los sobornos de la Fifa. Y así decenas de dirigentes futboleros de todo el mundo.
Esta teocracia buscaba posicionar sus valores ante el universo entero: “Somos diminutos, insignificantes frente al territorio de Arabia Saudita, pero tenemos más dinero. Somos tolerantes, pero no toméis cerveza. O si tomáis, tomad solo Budweiser, que es como no tomar cerveza (le robo el chiste a Marina Hyde, lúcida comentarista del The Guardian inglés, sobre esa agua de borrajas, ese pálido caldo de cebada con químicos saborizantes, esa cerveza emasculada, esa colita granulada).
Los mundiales y la Copa han sido tradicionalmente usados para lavarles la cara a las dictaduras desde los tiempos de Mussolini. Joao Havelange siguió la tradición con sus patrones, los militares brasileños, a quienes les convinieron mucho los triunfos de la canarinha en los 60. Y para no bajar el listón, entregó en bandeja de plata la Copa de 1978 al régimen de Videla luego del presunto soborno o intimidación a la más grande selección peruana de la historia, la de Héctor Chumpitaz y Teófilo Cubillas, nunca probado pero rumoreado hasta la saciedad. El “Chupete” Quiroga, gran portero y luego entrenador peruano, está en capilla de pasar a la historia universal de la infamia por haberse dejado meter los seis pepinos que los argentinos necesitaban para eliminar a Brasil y pasar a la final contra Holanda. Pero es que el Chupete era argentino, rosarino, nacionalizado peruano por los gajes profesionales de esa época, y tapó (o destapó) en ambos equipos.
Siguen en esa oscura tradición el mundial de España, que le arregló el caminado a la joven y débil monarquía Borbón. El de Estados Unidos, que le abrió el camino al dólar futbolero. Y para no abundar en detalles citaré al del Suráfrica, que permitió lavarle la cara a la misma FIFA, que ya no podía de la corrupción. Cerramos tan ignominiosa lista con el mundial de Putin en 2018 y con éste, el mundial de la tolerancia catarí, donde estos indignos representantes de ese universo maravilloso que es la cultura árabe se permitieron decir que la muerte forma parte de la vida frente a las cifras de muertos en la construcción de sus estadios, como si de las pirámides de Egipto se tratara.
Hay un detalle más: tanto el PSG parisino como el Real Madrid se volvieron equipos árabes, patrocinados por la aerolínea de los Emiratos desde 2011. Se rumora que sólo el Real recibe 27 millones de euros anuales de los Emiratos, a cambio de que su imagen quede sólidamente fijada en nuestro imaginario colectivo.
Recientemente el PSG (París Saint German, ese equipo ex parisino) cambió de dueños. Pasó de los Emiratos a Qatar, que ahora figura en las camisetas del antiguo equipo de la más bella barriada parisina, y además juega en un estadio cuyo pomposo nombre, Parque de los Príncipes, no puede ocultar que se encuentra en Saint Denis, el honroso barrio de las verdaderas putas parisinas, no las de Montmartre.
Pero no son las putas ni los franceses los que pagan los sueldos obscenos del Fideo Di María, de Messi, de Neymar y de Mbappé. Es este jeque, el catarí, quien los paga. Ganara Francia, Brasil o Argentina, tenía dentro del PSG al caballo ganador. Y al imponerle la capa a Messi como si fuera una gualdrapa hípica o el capirote de uno de sus halcones de carreras, le está diciendo al mundo “esto es mío, lo compré. Yo pongo las condiciones, con mi gas, mi dinero y mis valores culturales tolerantes”: la ginecofobia, la homofobia, la teocracia, la esclavitud.