Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Pocas imágenes me habían hecho preguntarme sobre lo que soy ahora. Y honestamente no me he podido responder. Todavía soy esa niña, que ya no soy, y que sueña con el «cuando sea grande voy a ser»…, que goza al empaparse toda bajo la lluvia para luego llegar a casa rebosante de alegría, y también esa ilusa que vive en una realidad fantástica atiborrada de promesas. Además llego a ser esa abuela que todavía no soy, que se siente plena viendo a sus nietos correr en el parque, que cocina las apetitosas tradiciones cuando viene la familia a casa, y que para los festividades de regalos entrega en sobres envueltos en finos papeles, dinerillos para que los suyos puedan comprarse aquello que seguro que ella, si lo hiciera, jamás escogería.
La niña que jamás me ha abandonado quiere llegar a ser una estrella que brille en lo que sea que llegase a ser cuando sea adulta. Y la abuela que se adelanta y me transporta a mi futuro, es esa dulce vieja que nadie relacionaría con el carácter agrio que tuvo muchas veces, ya que su inmensa ternura ha cubierto de bellas canas esa historia que ella no desea que ahora, en su presente y mi mañana, sea contada.
Y yo, la del presente, quiero creer que soy esas dos hermosas criaturas al mismo tiempo. Ahora, en mi hoy, quisiera que esta yo actual -que duda todo el tiempo, que tiene miedo y que todos los días se levanta pensando en cómo va a intentar vivir sin prisas esta jornada-, tiernamente se arrullara todavía en la hamaca de niña y pausadamente se moviera en esa entrañable mecedora de la abuela.
Aquí, en el espejo, valoro y rescato este mestizaje que siempre me ha cubierto y que ahora también se ha apoderado de mis edades, para hacer de todas ellas una generosa, colorida y orgullosa mezcla.
Como sea, siempre, por fortuna, me he sabido hermosa, gracias únicamente, a que en mi espíritu siempre han anidado muchas yoes, túes, ell@s y nosotr@s que han hecho de mí una toda yo y una sola nosotr@s.