Por JUAN FERNANDO RAMÍREZ ARANGO*
Se cumplieron 40 años de la noticia que acompaña este texto, publicada el 3 de enero de 1981 por El Mundo, noticia que daba cuenta de uno de los letreros más icónicos de la Medellín ochentera: “Prohibido botar muertos aquí”, con una multa capicúa de 111 pesos por cuerpo. Letrero que, posteriormente, con el aumento geométrico de los homicidios, se reproduciría en distintos sitios de esa ciudad de manera más directa: “Prohibido arrojar cadáveres”. Sí, obviando el adverbio demostrativo, como si Medellín se hubiera transformado en una necrópolis.
La foto del letrero iba acompañada por el siguiente pie de foto: “Esta valla, que encierra una dolorosa verdad y soporta una cruel ironía, fue colocada en la carretera a Boquerón, en predios de la finca San Antonio, al parecer perteneciente a Regina 11. Antes había un anuncio de Pastas La Muñeca… ¿Qué opina?”.
El arte, por ejemplo, daría su opinión inmediata con pico y pala, mediante una intervención de Adolfo Bernal, en la que enterraría simbólicamente a todos los muertos insepultos de la ciudad en el jardín de esculturas del Museo de la Universidad de Antioquia, al dejar dos metros bajo tierra un letrero de Medellín en plomo fundido del tamaño de una lápida, cuyo epitafio polisémico parecía indicar, entre otras cosas, que la capital de la montaña estaba a punto de tocar fondo.
Un año después, en 1982, Medellín, efectivamente, tocaría fondo y seguiría de largo en caída libre, cuando el gobernador de Antioquia, Iván Duque, sí, el padre del actual presidente, y los jefes militares de ese departamento, declararían en estado de emergencia a esa ciudad. Declaratoria que sería celebrada por Ayatollah, el alter ego reaccionario de Rafael Santos Calderón, en una columna de opinión titulada “Medellín: lástima, pero ¡por fin!”, publicada por El Tiempo: “La declaratoria de emergencia de la ciudad de Medellín es el fondo del abismo. Las autoridades que aguantaron absurdamente hasta más no poder por no dañar sus imágenes personales e institucionales y dar la impresión de que la situación de Medellín era normal, tuvieron el jueves pasado que meter con vergüenza la cabeza entre los hombros y, ya cuando los muertos no cabían en las morgues, cuando la desfachatez de un hampa crecida llegaba a los extremos de acribillar a un humilde profesor frente a la mirada desconcertada de 30 niños, aceptar que Medellín ya no era la misma, que los que gobernaban no eran ellos y que en algún momento tenía que tomarse la decisión de rescatar a cualquier precio a una ciudad absolutamente perdida”.
Cuatro párrafos más abajo, como para dar a entender que Medellín se había convertido en una necrópolis sin nombre, la columna mencionaría el referido letrero prohibitorio de la multa capicúa: “Porque los casos de sangre más espeluznantes, los más crueles e insólitos, han sido plato de cada día de los medellinenses: No hace mucho tiempo fue la incineración de una monja lisiada a manos de un grupo de delincuentes… Tampoco fue hace mucho que una banda de sicarios entraba violentamente en una casa de cambio y disparaba sobre inocentes y culpables, sin fórmula de juicio alguna, o que una mujer y dos hombres cobraban la vida de un educador con un puñado de nenés como testigos, o el asalto a una residencia con granadas y ametralladoras, o la feria del disparo desde motocicletas, o el burdo aviso de bienvenida que decía sencillamente: ‘Se prohíbe arrojar cadáveres’. Es que, a Medellín, y de ahí la tan anhelada declaratoria de emergencia, se le obligó a convivir con algo que no conocía ni quería”.
Posdata 1: En 1981, 13 años después de que se divulgara el término “aldea global”, Medellín haría su debut en Newsweek, al ser declarada por ese semanario la ciudad más peligrosa del mundo, lo que, por ejemplo, llevaría al gobierno estadounidense a clausurar su consulado en esa necrópolis finalizando dicha vuelta al sol. Ese año la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes de Medellín sería 56. Y la de Nueva York, 32, siendo el año más violento de la historia de la gran manzana, como quedaría reflejado en el título de la tercera película del director J. C. Chantor, esto es, A most violent year, de 2014, pero que transcurre, obviamente, en 1981.
Posdata 2: Además del letrero de la foto que acompaña este texto, en 1981 también se popularizaría en Medellín el bazuco, el término “Mágico” para referirse a los mafiosos y “A la final”, la deformación de la locución adverbial de lugar que indica el camino hacia la muerte.
Posdata 3: Cinco años después, en 1986, la necrópolis sin nombre sería bautizada, al hacer su aparición el primer registro escrito de Metrallín, sí, el acrónimo entre Medellín y metra, acortamiento de metralleta, en Manrique’s micros y otros cuentos neoyorquinos, del nadaísta Jaime Espinel. Allí, en el cuento que cierra el libro, titulado “Suelo ser inmortal”, se lee lo siguiente: “Aquel Chicago de los años veinte, el de Al Capone, frente al Metrallín de ahora, es un kínder”. Parangón literario que se vería realizado en la realidad inmediata: 1986 inauguraría el homicidio como la primera causa de muerte general en Medellín, superando los dos mil casos. Cinco años más tarde, en 1991, una década después del letrero que acompaña este texto, Metrallín alcanzaría su techo, con la insuperable cifra de 7.081 homicidios.
* Juan Fernando Ramírez es economista, filólogo y escritor. Finalista en el concurso nacional de cuento de La Cueva, ganador del premio nacional de cuento de la Universidad Externado de Colombia. Pertenece al comité editorial de Universo Centro. Haciendo clic aquí llega a su cuenta de Facebook.