Por PACHO CENTENO
En 1985, cuando apenas cursaba primer semestre de ingeniería en la Universidad Industrial de Santander (UIS), tuve un incidente policial que marcaría para siempre mi vida.
Debían ser las 8 de la noche de aquel viernes cuando, regresando de la universidad, me apeé en la parada de la ruta “El reposo” por la carretera antigua a Floridablanca, cerca de mi casa y justo al frente del billar del barrio donde vivía, en el que mis amigos solían recrearse después del trabajo. Ninguno había terminado el bachillerato, casi todos habíamos empezado a trabajar desde los catorce años, y yo era el primero que lograba ingresar a la universidad. Estaba cansado y quise relajarme un rato en su compañía. Nunca fui bueno para jugar billar, tampoco me gustaba mirar jugarlo, pero disfrutaba de su compañía y de sus bromas. Casi todos habían iniciado familias prematuras y sus planes futuros apenas si lograban llegar a final de mes.
No había transcurrido media hora de mi entrada al recinto, cuando un camión carpado se estacionó frente al billar, y de la carrocería se bajó un piquete de soldados armados con fusiles.
-Salgan de a uno en uno, con cédula y libreta militar en mano -ordenó de manera recia el cabo que dirigía el pelotón.
Muy pocos tenían libreta militar; yo tenía el comprobante que certificaba que ya había hecho el trámite respectivo, donde se establecía la fecha para reclamar el documento original. No obstante, fui subido al camión junto a los demás, a pesar de mi reclamo.
Fuimos conducidos a la inspección de policía de Floridablanca, que estaba una cuadra adelante del parque principal, y puestos en fila “india” (como aún suelen llamarles a las filas) frente a un vetusto escritorio de madera donde se hallaba sentado el cabo, quien iba separando la fila en dos: a la derecha los que podían irse, y a la izquierda los que debían quedarse. A mi me ordenó quedarme, no obstante explicarle lo que él ya sabía: que mi libreta se había tramitado en el distrito 32 y que solo debía esperar la fecha señalada para reclamarla.
Aquello me molestó enormemente, porque consideré que se estaba cometiendo una injusticia.
-Señor -le dije-, si ese comprobante no fuera válido yo no podría estar estudiando en la Universidad Industrial de Santander; es un requisito obligatorio.
-A la izquierda -me recordó el cabo.
-Pero señor, no está bien, es injusto, yo tengo libreta militar, no tendría por qué quedarme -seguía reclamándole, al tiempo que los demás se iban marchando: los de la derecha para su casa y los de la izquierda para el calabozo de la inspección.
Sin que lo hubiese previsto, de pronto, me vi levantado por dos policías que me embutieron a la fuerza en el abarrotado y oscuro calabozo.
No dejaba de gritar la injusticia que estaban cometiendo conmigo. Mis amigos intentaban persuadirme de que me calmara; a los demás no les importaba, ya que no me conocían. Cuando nos capturaron en el billar, el camión iba casi lleno de desconocidos. Al menos ochenta tuvimos que quedarnos en la inspección de policía, hacinados en un cuartucho húmedo y oscuro, donde se respiraba con mucha dificultad. La puerta del calabozo era de hierro y tenía una pequeña reja en la parte superior, por donde apenas se colaba una bocanada de aire para todos los presentes.
No paraba de gritar.
A la media hora (alrededor de las once de la noche) la puerta del calabozo se abrió y dos policías preguntaron quién era el que tenía los papeles en regla. De inmediato, me asomé a la puerta con la esperanza de que habían resuelto el entuerto y hasta alcancé a pensar cómo carajos iba a hacer para regresarme a mi casa, a tan altas horas de la noche, cuando ya no había servicio de bus.
-Yo -contesté dignamente.
Los dos policías se me echaron encima, me tiraron al piso del patio de formación, me pusieron las manos en la espalda y me esposaron. Luego me levantaron y me llevaron contra la pared de atrás del patio, donde había una escalera de varillas empotradas que conducían al tanque de reserva de agua del lugar. Me amarraron a la primera de las varillas, a la que estaba más cerca del piso.
No paraba de gritar por la injusticia que estaban cometiendo, pero ahora lo hacía con mayor vehemencia y hasta con insultos. No recuerdo por cuánto tiempo lo hice: en esas circunstancias la noción del tiempo se pierde.
Los dos policías regresaron al patio y me soltaron. Me calmé y dejé de gritar. Por un instante, me sentí libre y resignado a mi nueva suerte: seguramente sería embutido nuevamente en el calabazo junto a los demás. Pero no fue así. Los dos policías me izaron con fuerza hasta la varilla más alta de la escalera y me volvieron a amarrar. Parecía uno de esos marineros que otean el mar desde el “palo mayor” de una embarcación a punto de naufragar. Empecé a gritar más fuerte que antes, como queriendo advertir a los otros: “sálvese quien pueda”, pues sentía que todo estaba perdido para mí. Luego empecé a cantar, no recuerdo qué. En ese entonces ya me gustaba esa música que llaman “de protesta”; seguramente fue una canción de Mercedes Sosa lo que canté, pero no la recuerdo porque estaba en shock.
A los policías les molestó que cantara; entonces trajeron una manguera de agua y me empaparon de pies a cabeza. Recuerdo que no tenía camisa, me la habían sacado en el forcejeo cuando me subieron a lo más alto de la escalera. Seguía cantando, pero ahora lo hacía con más ganas. Comencé a burlarme de ellos y estoy seguro que les menté la madre varias veces, porque uno volvió a tomar la manguera, ya no para mojarme, sino para golpearme con ella.
No recuerdo haber dormido mientras estaba colgado. No sé si me desmayé durante ese tiempo. No lo creo. De haberlo hecho, me habría desgonzado y con el peso del cuerpo me habría lastimado las muñecas. No sé qué pasó en varias horas. Solo recuerdo haber despertado cuando abrieron las puertas del calabozo y aquellas decenas de muchachos fueron sacados y puestos al frente del mismo escritorio donde se hallaba el reclutador del ejército. Pensé que me llevarían ante él y hasta tuve la esperanza de que entendería cuando le contara la injusticia que habían cometido conmigo. Pero no me llevaron; me dejaron allí colgado.
Antes de marcharse para su casa, uno de mis amigos fue hasta el patio y me preguntó qué quería que hiciera. Le pedí que buscara a mi hermano mayor y le dijera que fuera a la Procuraduría y denunciara lo que me estaba pasando. Debían ser las diez de la mañana.
A las cuatro de la tarde, dos policías me bajaron de la escalera, me metieron al calabozo y me devolvieron la camisa.
-Póngasela -me ordenó uno de ellos.
El otro me dio algo de comer y beber. No recuerdo qué.
Diez minutos más tarde me sacaron y me llevaron a una oficina cerrada, donde había un hombre vestido de civil, sentado detrás de un escritorio.
-Soy de la Procuraduría -me dijo-. Recibimos una queja.
Le conté con detalles lo que me había pasado desde el momento que me capturaron. El hombre escribió todo en cuatro o cinco hojas tamaño oficio, con copia al carbón, ayudado por una máquina de escribir. Cuando terminó, me pidió que las leyera y las firmara si estaba de acuerdo. Así lo hice. Luego me aseguró que harían una investigación y que, si ameritaba, abrirían un proceso disciplinario contra los policías involucrados en el hecho. Me entregó la copia al carbón y me dijo que podía irme.
Mi hermano me estaba esperando a la salida de la inspección y me llevó a un asadero de pollos en el parque principal de Floridablanca. Apenas sí probé bocado; me sentía ultrajado y ese sentimiento me acompañó durante las siguientes semanas.
Varios meses después me llegó una notificación de la Procuraduría en la que se resolvía que no había merito para abrir un proceso disciplinario contra los policías, porque actuaron en el cumplimiento de su deber.
Han pasado casi cuarenta años desde ese entonces.
Esas cosas nunca se olvidan.