Por OLGA GAYÓN/Bruselas
Todos los días, más de una vez, paso gloriosa bajo este arco que han erigido para conmemorar todas esa victorias que con orgullo cargo a cuestas. Cada una de ellas la he conseguido batallando entre las letras, las frases y los párrafos de l@s escritor@s que me han alimentado desde que era niña.
En el momento en que cierro un libro y advierto que se queda viviendo permanentemente dentro de mí (que son cientos, por cierto), mi verdadera victoria consiste en conversar con el autor o la autora. Le pregunto, le estrecho muy fuerte con mis brazos, le demuestro mi admiración y le reconozco esos instantes celestiales que me ha prodigado con su obra. Luego, ya sola, guardo el libro ordenadamente en esa biblioteca itinerante en la que se ha convertido mi alma.
Caminar bajo el gran monumento literario que se encuentra en el lugar que habito, me hace sentir que soy esa heroína que otr@s han edificado con sus palabras y que no son otra cosa que los ladrillos y el hormigón de esta gran obra de las letras.
Los libros, lo siento desde hace tiempo, son la estructura de esa mujer que anida en mí y que me gusta. Con ellos he podido conocer las otras artes, todas, descubiertas primero a través del tacto con las solapas, de las ojeadas y hojeadas, y de la concentración para poder hablar con quienes se han dedicado a descubrirme varios mundos en los que, tras ser leídos, voy conociendo, construyendo y reconstruyendo mi propio cosmos.
Ellos, los guardadores de las mejores letras, son los responsables directos de que mi vida sea en realidad, un gran acontecimiento: un verdadero triunfo.