Por PAME ROSALES
La nostalgia por el mar es una vaina bien brava. Lo digo porque es justo lo que estoy sintiendo hoy, aunque en realidad no sepa a ciencia cierta si el sentimiento que me embarga es por el mar en sí mismo o más bien por el Caribe, entendido este concepto como todo un mundo, y no como apenas una zona del gran océano del planeta así llamada. O por las dos cosas, que es lo más probable.
Debe ser lo que los hablantes de la lengua portuguesa llaman ‘saudade’, palabreja bastante complicada, pero que si le hacemos caso al escritor Manuel de Melo podríamos definir como un «bem que se padece e mal de que se gosta». Un «bien que se padece», en este caso mío, porque ahí está el mar Caribe, y aunque no pueda verlo con mis propios ojos nadie se lo va a llevar, pese a que sobre él penda la amenaza invisible de los ingenieros náuticos del embajador Ewing, que en cualquier momento podrían cargar con él en piezas numeradas. Y un «mal que se disfruta» porque esa sensación melancólica por no tenerlo en frente es, de alguna manera, placentera. Quizás porque la esperanza de estar otra vez allí, mirándolo, sirve al mismo tiempo como una especie de combustible que me ayuda a pastorear estos interminables días de confinamiento. Es la misma gasolina, o mejor la falta de ella, que García Márquez, en una entrevista que le concedió a Ernesto McCausland, confesó que se le había acabado en la mitad de la escritura de ‘El otoño del patriarca’.
¿Cómo solucionó el asunto? De la manera más fácil e increíble, de acuerdo con su testimonio: se fue con toda su familia a recorrer varias islas del Caribe, a no hacer absolutamente nada distinto que estar ahí, tirado a la bartola, aquí y allá, viviendo el reajuste mental y corporal que, según él, le proporcionaba el mero hecho de estar allí: «He llegado a la conclusión de que uno es de su medio ecológico», sentenció en aquella conversación con Ernesto.
No sólo yo suscribiría de mil amores esas palabras, sino que también lo hace Julio Iglesias. O al menos el compositor de su canción ‘Morriñas’ (¿Ramón Arcusa? ¿Rafael Ferro? ¿Él mismo? ¿Los tres?), que comienza así: «Aires de mar, nostalgias y morriñas», y que más adelante remata: «dicen que nadie ha llorado con más alegría, que aquellos que han vuelto de nuevo a Galicia». Morriñas.
Tal vez es eso lo que tengo: morriñas del (¿por el?) Caribe. Del Caribe colombiano, para más señas. Más aún: del Caribe, del mar Caribe del departamento del Atlántico, de ese «mar miserable de Sabanilla», para volver a García Márquez.
Lo diré así: casi que daría lo que no tengo por estar hoy tomando cerveza en esa callecita de Puerto Colombia aledaña al largo muelle en ruinas por donde alguna vez entró el mundo a este país, para después ser transportado primero río Magdalena arriba, a bordo de aquellos vapores de dos chimeneas, alimentados con leña, y cuya rueda de impulso la tenían en la popa, y no en la borda, como todos los demás (sigo con García Márquez), después en trenes que subían «como gateando por las cornisas de las rocas», más adelante en recuas de mulas y finalmente a lomo de peón limpio, hasta llegar a Bogotá, adonde ahora mismo me encuentro contemplando los cerros orientales desde mi balcón, mientras rumio en silencio mi nostalgia por el olor de una guayaba podrida.