Odian la paz porque adoran la violencia

La extrema derecha colombiana derribó la Paloma de la Paz, símbolo del nuevo país.

Por OLGA GAYÓN/Bruselas

Dos siglos en el poder ejerciendo la violencia contra la oposición les han dejado una marca indeleble. Ahora que son ellos la oposición, no conciben que la izquierda gobernante inicie los cambios democráticos para los que fue elegido su presidente Gustavo Petro y que Colombia requiere para vivir en dignidad.

Han sido doscientos años en los que la derecha y la extrema derecha han ejercido la violencia legal y sobre todo la ilegal, con ejércitos legítimos y escuadrones de la muerte, contra todos aquellos que desearon un país verdaderamente democrático. Desde que Colombia es república, hasta hace seis meses, ellos convirtieron al país en un enorme cementerio en el que todo su territorio y sus riquezas pertenecieron a una pequeña élite que empleó la crueldad sin límites con el fin de saquear toda la fortuna nacional.

Aquellos que se han desquiciado porque perdieron el poder y su tesoro ilimitado, llaman a rebelarse contra los cambios que harán de Colombia una democracia en la que el respeto a la vida será su señal de identidad. Y para ello gritan su odio al marchar contra la posibilidad, ahora sí real, de atesorar un país con igualdad de oportunidades para todos. Este 15 de febrero quedaron retratados ante el mundo. En Medellín, derribaron la réplica de la Paloma de la Paz que le donó a Colombia en 2016 el artista plástico más celebre de su historia, Fernando Botero, con motivo del histórico Acuerdo de Paz entre el Estado colombiano y las guerrillas de las Farc.

Ellos, los de la extrema derecha, claramente han expresado que añoran ese país ensangrentado y que harán todo aquello cuanto esté a su alcance para recuperar ese enorme territorio en el norte de Sudamérica en el que la vida durante doscientos años solo fue un bien defendible para sus élites. La paz para ellos, los antidemócratas, es su gran adversario: ya lo dejaron claro cuando en 2016 votaron para que Colombia continuara siendo un país horadado por la violencia.

Dos siglos en el poder los han privado de saber lo que es ser oposición. Es entendible que no tengan ni idea de cómo ni por qué se convocan marchas contra un nuevo gobierno. Vociferan que el nuevo presidente es «guerrillero, castrochavista, comunista» y que va a llevar a Colombia a la ruina. ¡No! Colombia ya no resiste enfangarse más y por ello los colombianos votaron por el cambio. Lo que tanto altera a los antidemócratas es que el actual gobierno colombiano va a demostrar que al país sí se le puede apartar de esa miseria centenaria que cultivaron con celo los sucesivos gobiernos de la derecha y la ultraderecha. Gustavo Petro, de cumplir con su programa, rescatará a Colombia de la historia de la infamia en la que la sumieron los que ayer y hoy estimulan que el fascismo criollo sea la forma natural de gobierno en este país.

Es normal que los antidemócratas, sin haber ejercido nunca la oposición, sean torpes a la hora de ejercerla; la ausencia de práctica se destaca en sus reclamos. Para ellos la democracia era retener el poder a las malas; un largo historial de guerras civiles, crímenes de guerra, de lesa humanidad, masacres de obreros, matanzas de indígenas, campesinos, negros, defensores de derechos humanos, líderes sociales y hasta el genocidio contra un partido de la oposición, así lo avalan.

Los antidemócratas colombianos ahora están sorprendidos de que ni la policía ni el ejército, enviados por el gobierno, salgan a desaparecer, torturar, violar y asesinar manifestantes. Ellos, con las armas de ejércitos legales e ilegales, durante un extenso período de doscientos años, acallaron la protesta social y exterminaron a los que exigían cambios democráticos: las víctimas de su escabechina se cuentan por decenas de miles. Solo hasta ahora, la ultraderecha está viendo en sus mismísimas carnes que la protesta es un derecho que todas las democracias defienden y garantizan.

La oposición es sagrada para quienes gobiernan tras ser elegidos democráticamente. El actual gobierno colombiano, con tan solo seis meses en el poder, ha demostrado que el respeto a la los rivales políticos es innegociable; una novedad en Colombia ya que antes se represaliaba, sin miramientos, la protesta social y política.

La oposición de los antidemócratas está en pañales. Hace mucho ruido, sobre todo a través de los grandes medios de comunicación que defienden los privilegios que están perdiendo los dueños de sus empresas. Quieren el enfrentamiento a través de una de sus armas más letales: la propagación del odio que se transmite a través de la mentira porque la extrema derecha colombiana, por tradición, miente más que habla.

Les llevará su tiempo darse cuenta de que ya no tienen el poder y de que la oposición en una democracia se practica a través de las propuestas y no de la violencia. A lo mejor tardarán décadas en que su sesera, hasta ahora obcecada, caiga en la cuenta de que antes que con la ferocidad, al contrincante político se le confronta con las ideas.

La ultraderecha, salvo algunas pocas excepciones, ha estado 2.400 meses gobernando Colombia. Durante estas dos centurias ha demostrado no temer a la brutalidad para conservar sus prebendas. Y para garantizar su lugar en el poder ha hecho gala de la más vergonzosa ineptitud. Sumieron al país en el atraso, el dolor y la violencia hasta convertirlo en uno de los más inequitativos del mundo. Ellos, los que destrozaron Colombia durante doscientos años ininterrumpidos, exigen al gobierno del cambio resultados en tan solo medio año: braman ahora, que el nuevo presidente, en seis meses, ha conducido al país al abismo. Jeta, dirían en España, es lo que tienen para ser tan desvergonzados. Lo que buscan es generar el caos para rescatar el poder, ese que todavía, están convencidos, les pertenece.

Ahora que la democracia por fin ha aterrizado Colombia, los del planeta de la ultraderecha, que viven en un universo paralelo, cada vez que se avecina un cambio sacan todas sus baterías de insultos que no son más que una sarta de eslóganes que llaman a recuperar el monopolio de la violencia legal e ilegal que les fue arrebatado por primera vez en las urnas. Ahora no habrá fuerzas ilegales para defender el poder de las élites, ni fuerza legal que ataque a quienes representan a la oposición.

Este 15 de febrero la ultraderecha en Medellín atacó a empellones la réplica de la Paloma de la Paz hasta derribarla para después golpearla y ultrajarla. La escultura original que le donó al país el artista Fernando Botero en 2016, y que había sido expulsada del palacio de gobierno colombiano por el anterior presidente de la extrema derecha, Iván Duque, desde el 7 de agosto de 2022 retornó al lugar del que nunca ha debido salir. Está allí para recordarle a los mandatarios colombianos que conseguir y preservar la paz es la mayor obligación democrática que deben cumplir sin que exista ninguna excusa para socavarla.

Al derribar esta paloma de la paz en Medellín, los que perdieron el poder en Colombia han dejado saber que eso de la democracia a ellos poco o nada los motiva. Odian la paz porque adoran la violencia. Y la idolatran porque durante dos siglos los mantuvo en el poder. Y como son cortos de entendedera porque han privilegiado el empleo de la fuerza por encima del debate de las ideas, tardarán muchos años en darse cuenta de que estar en la oposición y ser respetado por ello, es un derecho que ellos le arrebataron a millones de colombianos, por tanto, hasta hace unos meses, desconocido en su país. Por fortuna, con el arribo de la democracia, ahora son ellos, los que privaron a sus connacionales de la libertad, los primeros en Colombia de gozar de un país en el que el diálogo permite convivir sin violencia.

¿Cuánto tiempo le llevará a los defensores del fascismo criollo deducir que la democracia sí es posible y, además, lo más adecuado para conseguir un país de ciudadanos en igualdad?

¡Larga vida a la oposición!

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