Es bogotano. Su madre fue enfermera toda la vida y su padre sastre. Ella es una declamadora con garbo y él era un excelso contador de historias. En 1978 ingresó a estudiar periodismo en la Universidad Externado de Colombia. Sus sueños subían hasta las estrellas, pero conseguir lo del bus para que lo llevara desde el barrio Ciudad Jardín del Norte, donde su familia vivía en arriendo, hasta el céntrico barrio de La Candelaria, era un ruegue que ruegue. No había dinero. No terminó la carrera por falta de plata, pero no renunció a ser periodista.
La Candelaria lo deslumbró y lo enamoró. Todo el centro de la ciudad le producía una atracción muy fuerte. Regresaba a su casa caminando, ahorrando lo del transporte.
Se hizo un asiduo visitante de la Cinemateca Distrital y vio hasta dos y tres películas diarias. En la universidad integró el grupo de teatro y el cineclub. Él era el muchacho que recogía las películas de 16 mm que iban a ser vistas y discutidas y, tímido y silencioso, después de las proyecciones, escuchaba los más ardientes debates. Mucho cine alemán, de Herzog y de Fassbinder, y mucho Bertoluchi y Carlos Saura.
En 1990 lo enviaron con media beca al Festival de Cine de Cartagena y cuando llegó lo detuvo la policía, porque él estaba buscando, en el parque de los Pegasos, a los universitarios que lo iban a hospedar, pero ellos estaban protestando frente al Centro de Convenciones. Precisamente, cuando los encontró y estaba hablando con ellos, vinieron los policías y les echaron mano.
La primera noche cartagenera la pasó en unos calabozos malolientes. Al amanecer los liberaron, porque los estudiantes, solidarios, habían pasado toda la noche afuera del penal, exigiendo su libertad a gritos.
Después de 30 años de trabajo en hospitales públicos, en 1982 su madre se pensionó en el Seguro Social y, con la liquidación, la familia consiguió una casa-lote al otro extremo de la ciudad, en las montañas, arriba del barrio Veinte de Julio, localidad de San Cristóbal, al suroriente de la ciudad. Desde allá le quedaba más cerca la universidad y a veces se iba a pie, atravesando el barrio Las Cruces.
En noviembre de 1985 vio arder, desde la terraza de su casa, el Palacio de justicia. Entonces escribió un poema al fuego. Otra mañana vio las cenizas del Volcán Nevado del Ruiz que estalló y se llevó 30.000 almas. También ese momento está en uno de sus poemas.
En el 86 estuvo muy atento a lo que informaban los medios sobre la matazón de Campo Elías Delgado, tras su recorrido de muerte hasta el restaurante Pozzeto. Soñaba con escribir esa historia que le parecía de película. Gozó, emocionado, las que escribió Germán Santamaría, tanto del asesino del Pozzetto como del volcán de marras.
Ya había abandonado sus estudios, pero se reunió con jóvenes de su barrio. Hicieron teatro, de calle y de sala, y fundaron una revista, El Tizón, para contar las historias de los barrios y escribir las crónicas de personajes anónimos. Para financiarla, se pintaban la cara y con un lazo se tomaban la carretera al Llano, para que los conductores echaran una moneda en una alcancía. Antes de que llegara la policía y ellos salieran corriendo, tenían los 8 mil pesos que valía imprimir las 40 páginas de la revista. Desde entonces esa revista no ha tenido parangón en esa localidad, pues las que hoy escriben los periodistas al servicio de la institucionalidad, son pura propaganda politiquera, dice Óscar.
Ya tenía 28 años y con su novia, Anadelina, que se sumó a las lides artísticas y periodísticas locales, fueron padres de una bebé, Yadira Maxelenda. Yadira, porque daban una telenovela, Yadira la ardiente, que les gustaba mucho, y Maxelenda, porque es el nombre de su mamá. Óscar tenía que trabajar en algo y se alquiló como payaso comercial para vender arepas boyacenses, cucos amarillos, zapatos y almuerzos de 3 mil en los almacenes y restaurantes bogotanos.
Proyectó su voz a gritos y con megáfono, en Kennedy, Chapinero, Suba, San Cristóbal, Ciudad Bolívar y el centro de Bogotá. Así llegaba con algo para la leche de su hija. Sus padres les habían dado una pieza en la casa en obra, para vivir con Anadelina y la niña. No dejaban de hacer teatro callejero y Óscar fue saltimbanqui en varias plazas.
Le dio por estudiar dramaturgia y se presentó en la Escuela de Teatro Luis Enrique Osorio, que dirigía Jairo Aníbal Niño. Cuando vio el resultado de sus pruebas de admisión, el maestro le preguntó dónde había adquirido tanta cultura teatral y literaria. Allí solo estudió un año, porque sus fuerzas no daban para resistir tantas clases de danza y expresión corporal. Tampoco el grupo de su barrio dejaba de hacer la revista El Tizón. Eran unos verraquitos, que hoy ya no se dan tanto.
Su amigo, el periodista Clemente Domínguez, lo llevó a Radio Santa Fe. Allí hizo prácticas de periodismo con la comunicadora Ayda Luz Herrera. No ganaba un peso, pero el periodismo lo entusiasmó tanto que aguantó los coscorrones de Anadelina, mientras vivían de lo que pudieran darles sus padres y su suegra.
No había pasado un mes en la emisora, cuando llegó un señor que se llamaba Édgar Artunduaga, que dizque ya había estado en Radio Santa Fe y había disparado las mediciones de sintonía. Las dueñas de la emisora, las hermanas Bernal, echaban la baba por él, que era el periodista más exitoso del momento.
2011. Óscar Bustos se puso al frente de las noticias en Canal Capital.
Artunduaga echó a los practicantes, pero, en un último instante, vinculó a Óscar a su equipo como su mensajero y le regaló una chaqueta de cuadros, porque él no brillaba por sus trajes, y le pidió que le pagara los recibos públicos y le recogiera los correos en el edifico de Avianca, a cambio de algunos pesos. Él no tenía otra opción, pero logró que el periodista le permitiera publicar una crónica diaria en los noticieros. Con los días, lo responsabilizó de «Las historias de los barrios» y del «Buzón del batallón de amigos de Radio Santa Fe», integrado por una cáfila de indigentes, cuyas filas frente a la emisora Óscar atendía con diligencia y hasta sacaba noticias de los dolores que veía. También, su jefe le encargó la crónica judicial, emitida cada día por teléfono desde la Policía Metropolitana.
Él madrugaba a buscar sus historias y su padre, Rodulfo, con su oficio de sastrería, le financiaba el transporte, porque el único «transmóvil» que tenía la emisora era para Marthica Camargo y Yanelda Jaimes, que cubrían el Congresito, donde se cocinaba la nueva Constitución Política del país.
Artunduaga después lo envió a Tumaco, en Nariño, donde una epidemia de cólera había hecho destrozos entre la población. De allí, Óscar se trajo una crónica que mereció una nominación al Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Después, el jefe lo envió a San Agustín, Huila, población que tampoco conocía. La estatuaria monumental lo llenó de emociones. Él guarda todos sus trabajos.
Como días especiales recuerda cuando mataron a Carlos Pizarro en un avión, las heridas a Samper, el asesinato de Pardo Leal y de otros líderes de la UP. Mientras Pablo Escobar estaba enseñoreado en la soberbia más criminal, Óscar era un reportero de esas noticias y le parecía que estaba haciendo el mejor periodismo del mundo, el más humano. También cubrió la Guerra del Golfo. Presentados por Artunduaga, los corresponsales -que originaban la información en la misma sala de redacción- parecían enviados especiales al lejano oriente.
Para Radio Santa Fe, Óscar cubrió las masacres de jóvenes que sucedían en la localidad de Ciudad Bolívar, en 1990 y 1991. Madrugaba tanto que llegaba antes que la policía, a descubrir semejantes paisajes mortales, y lograba testimonios auténticos sobre los hechos, para entregarlos con la contundencia de la denuncia a los oyentes de la emisora más querida de la ciudad y más escuchada que Caracol y RCN, que apenas emergían.
En el 92, Artunduaga se fue y los reporteros quedaron en manos de Germán Castro Caycedo, un verdadero maestro del periodismo. Eran los días del apagón de Gaviria, y su nuevo jefe lo responsabilizó de publicar «Apague la luz y escuche», que eran cuentos de aparecidos, a los que les ponían efectos sonoros con el productor Álvaro Rico. La sección era la competencia de La Luciérnaga de Caracol, emisora a la que se había ido Artunduaga.
El mismo Castro Caycedo le dio una lista telefónica de adultos mayores, para que le contaran las historias. Recuerda que a uno lo encontró cuidando una casa y que lo entrevistó de noche, a oscuras. También grabó a sus padres, Rodulfo y Maxelenda, que siempre han contado esas historias con una fascinación increíble.
Cuando estaba trabajando con Castro Caycedo, Pablo Escobar se escapó de la cárcel de la Catedral. Lo recuerda como si fuera ayer (solo estaban él y Castro Caycedo en la sala de redacción), cuando el nuevo jefe llamó a familiares de los Moncada y Galeano, utilizando uno de los primeros celulares que él veía. Los Moncada y Galeano eran socios del criminal. Óscar recuerda la sorpresa de su jefe, cuando le contaron que a esos los había matado el capo antes de fugarse. Habló también con alguien de la presidencia de la República que le dijo que no podían informar nada, porque estaba absolutamente prohibido. Ese día, Castro Caycedo tuvo un ataque de indignación.
Fue Giraldo Gaitán, el jefe de redacción de Radio Santa Fe, gran madrugador y excelente ser humano, el que le propuso irse para Colprensa (Agencia Colombiana de Noticias), donde él también era editor, para que escribiera sus crónicas. Se lo dijo a Castro Caycedo y éste de una vez lo empujó con afecto, diciéndole: “Váyase corriendo, que aquí ya no tenemos nada más que enseñarle, usted lo que necesita es ponerse a escribir para que se pula».
Durante tres años vio sus crónicas publicadas en los 16 diarios de Colprensa, muchas en primera página. Con la dirección de Óscar Domínguez, Gabriel Romero y Giraldo Gaitán, escribió algunos de sus mejores textos. Viajó por el país para hacer reportajes que fueron publicados con gran despliegue. En 1993, Colprensa lo envió a registrar el sepelio del capo Escobar en Medellín, y allí los sicarios que lo despedían, eufóricos, armados, vistiendo pantalonetas y calzando chancletas, les pegaron un susto que les mató las lombrices. “Nos lanzaron disparos de palabras ensalivadas y si no nos dispararon con sus armas de fuego fue porque les dimos lástima”, recuerda Óscar. Esta crónica está en el archivo de Colprensa.
Cuando murió Cantinflas, Óscar Domínguez le dio la responsabilidad de escribir la crónica y después de enviarla, vía modem (que era como la caja de un muerto, en medio de la sala de redacción) lo llamó el subdirector de La Patria, Orlando Sierra, y le dijo que su texto le había gustado más que los que escribieron los mexicanos y los españoles, y le anunció que la iba a publicar muy destacada, como Óscar la vio al día siguiente en ese y otros diarios de Colprensa.
Otro día, los militares montaron a los periodistas que cubrían orden público en un avión bimotor, que trasladaba a los miembros de la cúpula de las FF.AA., incluido el ministro de Defensa, Rafael Pardo, rumbo a Yopal, donde iban a inaugurar una base militar.
En mitad del vuelo, uno de los motores se apagó, olía a quemado y hubo mucha tensión en el descenso y el regreso a Bogotá. Óscar vio a los militares y al ministro realmente asustados, sudando, con los rostros pálidos. Regresaron a Bogotá volando casi a ras de tierra, con la fuerza de un solo motor, también averiado. Los socorristas los recibieron en el Dorado con manguerazos de agua sobre la nave. Los pasaron a otro avión y esa tarde estuvieron en Yopal. Óscar escribió una crónica, destacando el accidente y el miedo de la cúpula militar y del ministro y, cuando fue publicada en los diarios afiliados a Colprensa, lo llamó el jefe de prensa del ministerio de Defensa, a cuestionarlo sobre lo publicado y a preguntarle si era que él no había sentido miedo. El cronista respondió que no se trataba de escribir sobre su miedo, sino sobre el miedo de los militares y del ministro en un momento de crisis.
Por esos días lo llamó su compañero de clases en la Externado, Guillermo González Uribe, para pedirle una crónica, porque iba a dirigir la revista «Número» y quería publicar algo suyo. En 15 días, sin dejar de cubrir sus fuentes para Colprensa, escribió «Radiografía del Divino Niño», que aquel publicó en las primeras páginas y que hoy está en las antologías de Daniel Samper Pizano (Antología de Grandes Crónicas Colombianas, Volumen II) y de Roberto Rubiano Vargas, en una colección de crónicas bogotanas de Libro al Viento, de la alcaldía de Bogotá.
Animado, publicó, con preventa, entre estudiantes de la Universidad Central, el libro «Crónicas de guerras y guerreros», con sus mejores historias, y también «Suroriente», una colección de sus poemas, inspirados en la localidad de San Cristóbal, en la vista del fuego del palacio de justicia y del volcán del Ruíz.
Cubriendo la tragedia del terremoto de Armenia, mereció, en el Noticiero Nacional, una nominación como mejor cubrimiento de una noticia. Y con su trabajo Crónicas Rimadas también fue nominado en el mismo premio en la categoría de humor en televisión. En 2009 y 2010 sus trabajos fueron nuevamente nominados en el CPB, y con el programa de crónicas que dirigió con Fernando Chacón en el Canal Capital, se ganaron tres veces el premio Álvaro Gómez Hurtado, que convoca el concejo capitalino.
Lo han echado seis veces de las salas de redacción, y una vez dos «gorilas» lo sacaron, alzado en vilo, de la Casa de Nariño (en tiempos de Gaviria), porque los escoltas desconfiaron de un periodista que les pareció sospechoso porque usaba saco de lana y no tenía corbata.
Él dice que éstas son sus medallas. Lo echaron, como a un perro sarnoso, por pura y física censura los siguientes jefes: Manuel Teodoro (después de trabajar 18 meses a su lado en Séptimo Día), Julio Sánchez Vanegas (después de un año de libretear Panorama de Producciones JES), Prieto Larrota, Pirry (después de trabajar dos años como investigador periodístico en «El mundo según Pirry», de RCN-TV), Álvaro Osorio (después de trabajar dos años como reportero en Canal Capital, el canal público de Bogotá), y Carolina Hoyos Turbay, directora del Noticiero Nacional (después de trabajar a su lado un año).
En todos los casos, la conclusión es una sola: Óscar no está dispuesto a decir mentiras ni a prestarse para nada que afecte el pacto sagrado con las audiencias: solo decir la verdad.
En 2013, Óscar reelaboró sus mejores trabajos periodísticos y lanzó el libro Colombia Crónica, presentado con elogios por el escritor Milcíades Arévalo.
En 2016 envió a su amigo en Suecia, Víctor Rojas, su libro de cuentos Nostalgia de la barriada. Víctor regresó al país con una edición de 60 ejemplares, que presentó el poeta Juan Manuel Roca, sorprendido por la calidad de los cuentos. Ahora escribe una novela sobre el caso de la desaparición de un joven bogotano. Incansable, dice que su oficio es “memoriar” este país. FIN.
@Oscarebustos60