Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
El tiempo nunca se detiene, pero en medio del encierro y el silencio los días parecen más lentos, más largos. Tomaremos algunos de esos minutos dalinianos y alongados para reflexionar sobre lo caótico que ha sido nuestro azaroso proceso evolutivo frente a la adversidad. Somos supervivientes. Hemos sobrevivido a glaciaciones, erupciones catastróficas, cataclismos, terremotos. Se nos puso a prueba con las aventuras más absurdas y espantosas: el gran diluvio universal, las diez plagas de Egipto, la lepra, el cólera y cuanta desgracia se le ocurrió a la naturaleza o a los dioses. Todas las superamos con éxito. Somos invulnerables a otras maldiciones, superamos las guerras religiosas del oscurantismo, los procesos de colonización, todos los imperios.
Resistimos la gran hambruna del medioevo y la desesperanza de todas las posguerras, sus fantasmas, sus miedos… Somos más fuertes ahora, no hay duda, tenemos mejores armas que antes, pero un sentimiento apocalíptico anida en nuestro interior desde siempre. No hay mal que dure cien años, decimos para tranquilizarnos. No obstante, a todos les sobrevive esa indomable tendencia hacia la maldad y el individualismo: el demonio de la perversidad, diría E. A. Poe.
Las máquinas industriales se han parado y el tiempo parece interrumpido, pero es solo una ilusión, avanza. Nuestros sentidos se agudizan y una frágil sensación de levedad nos mantiene en el juego. Leemos, descansamos, soñamos, pero el gris y la incertidumbre se imponen. El día de mañana saldremos a las calles con el rostro pálido y la mirada rubicunda para dar un sentido pésame a los parientes de los amigos ausentes. Habrá tantas bajas como ramas rotas después de la tormenta. No debe extrañarnos entonces que el proceso de industrialización se detenga y dé paso a una nueva interacción con los seres y los elementos. Si sepultamos el código de Hammurabi, el humanismo del Renacimiento, el período de la ilustración, los fundamentos de la razón pura que parecían encaminarnos hacia un destino amable y comprensible, tampoco debe asombrarnos el derrumbamiento de un sistema mezquino y arrasador.
Ahora que un enemigo invisible nos acosa, parecemos náufragos atrapados en el arca de nuestro propio mar interior. Con dificultad reconocemos a nuestros parientes. En algunos adivinamos un rasgo común que destaca en medio de la fatalidad, y en otros la mirada acusadora de nuestros antepasados. El instinto de conservación y quizá las redes sociales nos anuda al exterior; pero esas voces ininteligibles, ese murmullo de ideas desnaturalizadas puede no ser la realidad sino un espejismo, nos advierte Platón desde su Caverna. Qué paradoja es esta deliberada lucha contra el sinsentido, la realidad que vemos reflejada en las redes se convierte en un enlace vital, el cordón rojo que nos ata a los otros, el hilo de Ariadna que nos sacará indemnes, sin los trastornos emocionales que conlleva el encierro en este enorme laberinto. Pero el monstruo está afuera y no precisa el sacrificio de las más hermosas doncellas, se conforma con cualquiera, de cualquier estrato, edad o color. Sabemos que nos acecha por las rendijas, aunque no podamos verlo; nos invita a salir para batirnos cuerpo a cuerpo; pero desde la zona de confort que nos proporciona nuestra casa, apelamos a una argucia tan cobarde como efectiva: no saldremos, lo enfrentaremos en nuestro terreno.
Al alcance tenemos muchos rollos de papel higiénico, alcohol, detergentes y entre manos un bate de softbol; uno nunca sabe. Quizá una vez adentro se convierta en un enorme reptil. Conocemos sus tretas, sus movimientos y sus intenciones, el razonamiento a priori nos ha de servir para algo; después de miles y miles de años de evolución y conocimiento, optamos por un arma insólita que aprendimos de algunos animales en el bosque ante la presencia de un depredador mayor: quedarnos quietos y hacernos los muertos.
La ausencia de personas en las calles y en los alrededores, atrae a la fauna silvestre que ahora merodea campante por las ciudades vacías. Los pájaros se toman los campos solitarios con asombro y anidan en los automotores inmóviles, los ríos retoman su color cristalino, los alcatraces se zambullen en una orgía de peces, el planeta se da un respiro; descansa de nosotros, de nuestro consumismo predador. El hombre, sí, el pandemónium de un mundo pequeño y finito.
Afuera la vida continúa. Somos prescindibles. Sin humanos la contaminación disminuye, la naturaleza reverdece y la tierra comienza a sanar las heridas abiertas durante siglos. Después de este tiempo muerto obligado, algo tendrá que cambiar por fuerza mayor. Debemos revaluar todas nuestras urgencias, dominar nuestra voracidad y avanzar hacia una sociedad más solidaria, más sensible, con menos odio. Es preciso derrotar ese sentimiento autodestructivo que nos habita desde el génesis de todos los mitos y credos. Diana Uribe nos recuerda que el ser humano ha sobrevivido por el apoyo mutuo, no por la competencia que sin ruborizarse promueven desde los altavoces del capitalismo. ¿Sobreviviremos al fantasma del egoísmo y la avaricia? Las pestes y catástrofes suelen ser el efecto de una causa superior, natural o intangible; pero en este caso y, contrario a otros fenómenos, no hay ninguna ley física o divina que lo sustente, tan solo un presentimiento emocional y comportamental. El enemigo está en nosotros. ¿Seremos capaces de vencerlo? (F)