Olga Gayón/Bruselas
Yo también me he dormido y despertado sobre el Mediterráneo. La primera vez, durante un atardecer en una playa catalana por la primavera de 1998, descubrí que en esta orilla del mundo, contrario a lo que sucedía a la orilla de mi salvaje Caribe, el sol no se ponía al atardecer sobre el horizonte sino que levantaba todos sus rayos allá «donde el cielo se une con el mar», en cada memorable amanecer.
La primera vez sentí que el mundo al que había llegado estaba patas arriba. Y a la mañana siguiente, con mis dos amores, mi chico y mi hijo, volvimos a madrugar para ver crecer el sol entre el cielo y el mar, hasta verlo perpetuarse sobre la inmensa esfera azul que en ese instante de un día cualquiera, era el interminable cielo.
Ahora soy esa seductora fusión entre el Caribe y el Mediterráneo que danza dentro de mí para acariciar mi alma con sus olas…
Una vez superado el asombro que supone cambiar de orilla, siento como cuando era niña que, no existe cosa más hermosa en el mundo, aparte de mis dos amores, que contemplar desde una playa solitaria que tu vida se va con esa ola que rompe, y que allá, en medio de los entresijos azulinos, se pone a transcurrir plácidamente…
Y esto me abraza mientras desde mi ventana bruselense, sin mar que me circunde, veo caer la nieve en una hermosa noche otoñal… ¡Oh, la nieve! Otro descubrimiento que me regaló esta, mi Europa del alma.