Por JORGE SENIOR
En los balances de los 100 días de gobierno que pululan en las redes, la educación brilla por su ausencia. En un gobierno de cambio que se plantea una serie de reformas esenciales sobre temas claves, la educación carece de un horizonte de transformación significativa. De hecho, ni siquiera se habla de reforma educativa y menos aún de “revolución educativa”, una pomposa expresión ya está desgastada por tanto manoseo en gobiernos locales y nacionales anteriores (los cuales jamás hicieron revolución alguna).
El ministro Alejandro Gaviria, una de las estrellas del gabinete por ser el único del equipo que fue precandidato presidencial, ahora pasa de bajo perfil y parece atornillado en la fría Bogotá, lejos de los territorios. El gran propósito programático de la educación en el gobierno Petro es la ampliación de cupos. Es decir, más de lo mismo, como si el problema educativo de Colombia fuese sólo de cantidad y no de calidad. Más aún, cabe presumir que una mayor masificación del sistema educativo conllevará un detrimento de la calidad, ya de por sí precaria.
Se dirá que ampliar cobertura es lo más democrático. Pero tal experiencia ya la hemos vivido y no produjo revolución alguna. Décadas atrás ser bachiller era algo extraordinario, reservado a una minoría, como nos lo recuerdan los vallenatos de Escalona. El bachillerato se masificó a costa de perder calidad: por ejemplo, con la implantación de la doble jornada (menos horas de estudio), metiendo más alumnos por curso y subiendo la razón numérica alumno / docente, desmejorando la formación de maestros. La democratización no sirvió para disminuir el desempleo sino para “cualificarlo” (valga la ironía).Tampoco para mejorar la competitividad o construir ciudadanía. La primera porque el resto del mundo también avanzó y en mayor grado. La segunda, porque ni antes ni después la formación básica y media ha sido educación para la democracia. A la postre, el resultado fue aumentar los años de estudio de los jóvenes adultos, generar un desempleo calificado, jerarquizar las instituciones educativas, ampliar el negocio de la educación y vaciar el bolsillo de las familias que ahora tenían que invertir más en la educación de los hijos para aspirar a la movilidad social.
La educación universitaria también se masificó, pues los bachilleres son su mercado, hasta el punto de alcanzar a Argentina que antes nos duplicaba. Hoy por hoy Colombia está mejor que Estados Unidos en la proporción entre población universitaria y población total, con la desventaja adicional para los gringos de que tienen muchos estudiantes extranjeros. Entonces, ¿será que el problema colombiano es de cobertura?
Sostengo que el problema verdaderamente crítico del sistema educativo colombiano en todos sus niveles es de calidad y contenido. Lo sé por experiencia propia como profesor, pero eso podría ser apenas anecdótico. El punto es que así lo muestran los indicadores, por ejemplo las pruebas PISA, las pruebas Saber, las estadísticas sobre lectura y lectura crítica, entre otras. Tenemos exceso de profesionales en ciertos campos y déficit en otros. La orientación profesional es pésima. En el afán de disminuir la deserción, se baja la exigencia y el rigor, se infantiliza y “pechicha” al estudiante. Nadie se extrañe si luego se caen los puentes y edificios, se mueren los pacientes, se funciona mal en muchos ámbitos de la economía. Y para todos esos problemas hay abogados dispuestos a “ayudar”. Que la pedagogía no es la solución, ya lo argumenté en otra columna.
Preocupa que el gobierno del cambio no muestre una política universitaria clara. Por ejemplo, se van a cumplir los 100 días sin que el presidente Petro haya designado sus delegados en los consejos superiores de las universidades públicas o en las privadas intervenidas (y no es el único ámbito: también en superintendencias, cámaras de comercio y otras instancias). El ministro Gaviria sí lo ha hecho en algunas, pero sin que ello incida hasta ahora en nada visible.
Los consejos superiores universitarios están constituidos por nueve integrantes. Presidente y ministro de Educación ponen dos y si se suman los tres estamentos (estudiantes, profesores y egresados), daría una mayoría necesaria para introducir cambios en las universidades públicas existentes. Debería ser una prioridad de gobierno, si es que tiene una política universitaria de cambio, incidir en las instancias que dirigen las universidades públicas. Eso es lo que llamo “buena politización” (con ideas) en contraposición a la “mala politización”, que es de tipo politiquero y que se basa en el apetito burocrático y presupuestal.
En la universidad del Atlántico, hoy convertida en botín charista, acabamos de ver en la semana que pasó esa ausencia de política universitaria del gobierno nacional y del Pacto Histórico (PH). En las elecciones estamentarias el charismo derrotó dos por uno al PH. Los estudiantes dieron el triunfo al PH, pero la absurda división de éste en los otros dos estamentos permitió el triunfo de la Casa Char, que mantiene así el dominio de una universidad que maneja un presupuesto superior a la mayoría de municipios del Atlántico. Fueron elecciones de maquinaria, muy al estilo politiquero tradicional, en medio de un desierto de ideas y programas. En ese terreno era lógico que ganara el Clan Char, expertos en ese juego. Sirva el ejemplo para que estas fallas no se repitan en otros departamentos.
Ante el vacío gubernamental de política universitaria no podemos quedarnos en la crítica negativa, sino aportar a su construcción con ideas que apunten a una transformación cualitativa profunda de la universidad pública, tras décadas de neoliberalismo rampante. Ese tiene que ser tema de una nueva columna, pero puedo adelantar lo siguiente: el foco del cambio debe estar en las facultades de Educación, pues de ellas depende la calidad de la educación básica y media.