«Por ahora, un abrazo»

Por PUNO ARDILA AMAYA

Tomo mi teléfono y repaso las largas conversaciones que sostuve con Jorge Pinto a través del WhatsApp. Naturalmente, no puedo evitar que se asome —a borbotones, la verdad— un montón de lágrimas en mis ojos.

Paro.

Me seco un poco y continúo.

— ¿Por qué releo esto? —Me pregunto—. No lo sé.

Vuelvo a parar.

Lo último que me escribió, esperando recuperarse, y ya en la clínica, fue esto: «Pedrito, voy a tener que guardar silencio. Y quiero estar muy concentrado en la respiración. Cuando ya pueda, volveré a comunicarme. Por ahora, un abrazo».

Pero no volvió a comunicarse.

Hablar con él siempre fue muy grato, siempre con ideas en la cabeza y con un entusiasmo sin igual.

Hablar con los amigos que uno quiere es, sin duda alguna, la mejor de las experiencias vitales. Uno quiere vivir porque quiere hablar, porque quiere tener amigos. Si uno no quiere hablar, si quiere guardar silencio, si no le gusta la gente y los amigos (por ejemplo, si le gusta solo el trabajo y la vanidad), su vida es muy triste.

Hablo de nuevo con Jorge leyendo estas líneas y quisiera que no se hubiera muerto, porque me hace falta, porque quiero que hablemos de nuevo. Porque hablar con alguien a quien queremos nos evita la tristeza y la amargura.

Jorge no era triste. Su sonrisa, amigable y sincera, esa que regalaba, esa que dejaba mostrar por poco todos sus dientes, será sin duda el recuerdo permanente que tendré de su presencia. Porque Jorge, antes de hablar, antes de decir algo, antes de encontrarse con uno, siempre aparecía primero con esa sonrisa sincera que pocos seres humanos pueden tener. Él no hablaba y luego sonreía, no. Sonreía para luego hablar; sonreía porque le gustaba la gente, los amigos. Su sonrisa era como una sala donde se reciben los amigos. Era su a-priori. Era como si dijera: «Te recibo primero con mi sonrisa. Siéntate. Ahora sí, hablemos».

Tuve la fortuna de verme con él en muchas ocasiones durante esta pandemia. Por fortuna, teníamos tres vicios parecidos: nos gustaba ir a mercar de a poquito, nos gustaba Juan Valdez de Megamall, y nos gustaba hablar. Y como por fortuna vivíamos cerca, era muy común encontrarme con él en el supermercado. Siempre igual: sonriente, conversador, tintero. Y entonces hablábamos, dejábamos el carrito al lado, y nos sentábamos a tomar café. Una de las últimas veces nos acompañó Javier Idrovo.

Yo tenía un amigo, y ya no.

Recuerdo también que fue hace más de diez años que lo conocí. Entonces era yo el director de la Escuela de Filosofía, y fue a mi oficina. Sonrió, se presentó, y me pidió un favor, que efectivamente le hice, y que no olvidaré: quería que le hablara de eso que se llamaba epistemología. Recuerdo que le dije que leyera “Los orígenes del racionalismo crítico”, un texto de Popper. Así comenzó una larga amistad, de ideas, de pasiones.

Es difícil encontrarse con Jorge y no quedar uno asombrado. Confieso que algo así me pasó. Porque, además de su sonrisa, de ese corte “lengerkiano” de Jorge, unido a esas canas que brillaban con el sol y que parecían hilos de oro a la distancia, Jorge era pintoso —como decimos en Pereira—. Cuando me dio la mano, y me dijo «mucho gusto, Jorge Pinto», de inmediato me dije para mis adentros: Pinto no; pinta es lo que es este man.

Tres ideas recuerdo de Jorge. Ojalá, en su honor, y si es verdad que mueren los hombres, pero no sus ideas, les hagamos honor: el repositorio (que hoy no funciona), el Orcid (que tampoco) y las revistas.

Hablar con él siempre fue muy grato, siempre con ideas en la cabeza y con un entusiasmo sin igual.

Para mí, se fue un amigo.

Se fue una sonrisa.

Gracias por ese último abrazo, querido Jorge. Va otro de retorno, donde quiera que estés.

Pedro

(“Recuerdos de Jorge Pinto”, de Pedro Antonio García Obando)

@PunoArdila

(Ampliado de Vanguardia)

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