Por JORGE GÓMEZ PINILLA
Si hay una pieza coral que se siente como alabanza beatífica o invocación directa al Creador, es el Aleluya de George Friedrich Haendel. Es tal su majestuosidad que, si nos disculpan el atrevimiento, podría entenderse como un desaire celestial que no se manifieste ante los intérpretes, en gesto de amable reciprocidad con semejante homenaje a su grandeza.
Este ha sido en parte el motivo por el cual pasé de una infancia en la que Dios ocupaba la totalidad de mi existencia (alguien me dijo “Dios vigila hasta tus pensamientos” y eso fue suficiente), a un escepticismo que con el paso de los años vine a entender como la saludable postura del agnóstico, o sea la de quien está más cerca del ateísmo que de una fe religiosa pero se niega a creer que no exista un creador o arquitecto del maravilloso universo que nos rodea.
Me niego a creer, digo, pero termino por creerle a la ciencia cuando se manifiesta –esta sí- para afirmar que hasta ahora no se conoce una sola prueba verificable de la ‘presencia’ de Dios en el planeta que habitamos. No por ello dejo de asignarle un campito a la eventualidad de que en efecto exista pero le guste jugar a las escondidas, pues con solo pensarlo se abre una rendija a la esperanza de que un día nos muramos y… bueno, ustedes entienden: que una divinidad no inteligible a nuestros sentidos terrenales nos reciba al otro lado, algo por el estilo.
Sea como fuere, lo que hoy me acerca al agnosticismo es el hecho de que Dios desde el principio de los tiempos hubiera decidido permanecer oculto, excepto algunas eventuales apariciones de las que no existe registro visual, fonográfico o arqueológico diferente a las versiones de quienes afirmaron haber recibido su visita.
Es el caso de Moisés, por ejemplo: él llegó un día a su aldea a contar que mientras apacentaba las ovejas de su suegro Jetro se prendió en llamas una zarza y desde allí le habló el Señor, quien le habría dicho: “he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto y he escuchado su clamor, pues estoy consciente de sus sufrimientos. Así que he descendido para librarlos de los egipcios, y para sacarlos de aquella tierra a una tierra que mana leche y miel” (Éxodo 3:3-17).
La gente le creyó a Moisés, tuvo fe en sus palabras y a los ojos de todos se convirtió en el representante de Dios sobre la Tierra, y arropado en su condición de líder descubrió que eso era bueno, porque le daba poder sobre los demás hombres (y mujeres), pero a la vez le significaba una enorme responsabilidad. Y he aquí que nació la política, directamente emparentada con la religión: en ese punto de la historia del pueblo hebreo, la personificación de Jehová en una llama ayudaba a los judíos a calmar una angustia, a paliar una urgente necesidad de supervivencia.
Moisés aparecía como mensajero de la divinidad para infundirle moral a la tropa, digamos. Se valió de ese clamor para asumir como propia la lucha de su gente, y eso fue lo adecuado a la coyuntura que atravesaban. Ahí el relato bíblico nos muestra a un hombre con una visión política de auténtico líder, que se vale de un sentimiento religioso (la fe en algo que los salvará) para conducir un legítimo anhelo de liberación de su pueblo.
Pero también es legítimo preguntarse: ¿y si en lugar de aparecérsele a uno solito, el Señor se les hubiera aparecido a todos como general al frente de sus batallones o hubiera aplastado en un santiamén al Faraón opresor mandándole por ejemplo una sobrecarga eléctrica en un rayo para que pareciera accidente, en lugar de haber permitido que padecieran tantas penurias desde el momento de la zarza en llamas, pasando por las siete plagas, hasta cuando por fin lograron abandonar a Egipto en busca de la Tierra Prometida?
Y si era y sigue siendo su pueblo elegido, ¿por qué el asunto permanece sin solución a la vista y esos mismos hijos de Israel que fueron oprimidos por el Faraón aparecen ahora invadiendo y oprimiendo a Palestina? ¿Por qué en lugar de dejar que se maten entre judíos y palestinos, Dios –el que sea- no aporta alguna solución salomónica que traiga el milagro de la paz a tan convulsionada región? ¿Quién o qué se lo impide? ¿Y cuál sería la dificultad en aportar los “ríos de leche y miel” prometidos, no para unos cuantos sino para todos?
Desde el principio de la humanidad hay algo que no funciona, pues no se cansan de decir que “Dios todo lo puede”, pero basta con mirar el mundo actual desde una óptica desprevenida de cualquier prejuicio religioso para comprobar con ojos atónitos que, sin ánimo de ofender, es muy poco lo que puede. ¿Por qué Jesucristo resucitó a Lázaro y le devolvió la visión al ciego, pero nos dejó la dolorosa muerte y no desterró para siempre la ceguera, la locura, la migraña o el Alzheimer? ¿Por qué las mujeres son seres inferiores en todas las religiones y en ninguna ocupan puestos de jerarquía? ¿Será acaso porque los guerreros siempre han sido los hombres y resuelven las cosas entre ellos, así que crean los dioses a su imagen y semejanza?
Y la pregunta que desde niño me desvela: ¿por qué Dios no se aparece en vivo y en directo al planeta entero y resuelve de una vez por todas quién es el único y verdadero, si el Yahvé de los Judíos o el Jesucristo de los Cristianos o el Mahoma de los musulmanes o el Brahman de los hindúes o el Zeus de los griegos o el Júpiter de los romanos (“padre de dioses y de hombres”) o el Quetzalcóatl de los toltecas?
¿Por qué Dios no se cansa de jugar a las escondidas con esta humanidad agobiada y doliente, y resuelve de un plumazo el misterio manifestándose en cuerpo y alma, con lo que tenga puesto para ese día? ¿Cuál es el bendito propósito de permanecer eternamente clandestino, alimentando así las sospechas de quienes afirman que su silencio sepulcral es la prueba reina de que nunca ha existido? ¿Hasta cuándo piensa tenernos en semejante incertidumbre, ah?
DE REMATE: Para acabar de atizar la hoguera, alguna viceministra de Exteriores de Israel, Tzipi Hotovely, hace algunos años declaraba que «toda la tierra del Mediterráneo hasta el río Jordán es nuestra, porque nos la dio el creador». ¿Cuándo comenzó la involución de humano a pitecántropo, que nos cogió desprevenidos?
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