Por HUBERT ARIZA*
El próximo 31 de octubre, coincidiendo con la Convención del Partido Liberal, se cumplen cuatro años del fallecimiento de Horacio Serpa Uribe (Bucaramanga 1943-2020), uno de los grandes líderes de esa colectividad en el siglo XX y quien dedicó su vida a la defensa de la democracia, la búsqueda de la paz, la justicia social, la descentralización y la vigencia del Estado de Derecho. Fue, además, artífice de la Constitución de 1991 y víctima del odio de las FARC, los paramilitares y la extrema derecha que le truncaron, a sangre y fuego, y con una campaña de estigmatización y falsas noticias, el arribo a la Presidencia de la República.
Para muchos Serpa es hoy, simplemente, “Mamola”, una palabra que soltó con furia, siendo ministro del Interior, en medio de un debate de control político en los años más vertiginosos de su ascendente carrera política. Aquella vez, en el Congreso de la República, se jugó su futuro y hasta su vida en defensa del presidente Ernesto Samper, cuya campaña de 1994 fue acusada de recibir dineros del Cartel de Cali, en un suceso histórico que se conoce como el Proceso 8.000, que marcó un quiebre insuperable en la historia del liberalismo.
Ante los ojos del país vive la imagen de lealtad absoluta de Serpa a Samper, pero ante todo a la democracia, amenazada entonces por una conspiración de políticos, empresarios, periodistas y militares para tumbar al jefe de Estado y meter a Colombia en un camino incierto de ruido de sables, golpes blandos y lawfare.
Una historia que hoy se repite con la investigación a la campaña presidencial de Gustavo Petro, sin que él tenga a su lado un hombre de la talla política y apoyo popular como Serpa ―Mamola― que lo defienda. A Petro le ha tocado defenderse él mismo, con su verbo contestario, manejo de redes sociales, jugadas de alta política, decisiones gubernamentales y jurídicas. Cada acción ha puesto contra las cuerdas a sus enemigos y le ha dado oxígeno para mantenerse en el poder, culminar su periodo y soñar con la reelección de su proyecto político del cambio.
Son graves las denuncias de Petro de que en su contra hay en marcha un ataque planeado y sistemático liderado por una extrema derecha conspirativa, con medios de comunicación, instituciones politizadas y partidos ansiosos de regreso al poder, que aplican los protocolos del lawfare ya ensayados con éxito en otras latitudes, en una guerra jurídica que busca deponer presidentes, en lo que se conoce como un golpe blando. Las maromas del Consejo Nacional Electoral (CNE) forman parte, según el mandatario, de ese entramado para acelerar decisiones jurídicas y llevarlo a un juicio político en el Congreso, en la antesala de las elecciones presidenciales de 2026.
Todo ello sumado a amenazas de muerte alertadas por la embajada de Estados Unidos en Bogotá y el revoleteo del escándalo de Pegasus, un software espía de origen israelí que se ha convertido en una amenaza a la democracia y que el Gobierno busca para castigar a los responsables de su ilegal adquisición por más de 11 millones de dólares.
Como el país recuerda, gracias a la férrea defensa de su leal ministro del Interior, Samper fue absuelto por la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes y terminó su mandato constitucional, aunque sin haber desarrollado a plenitud su ambicioso Plan Nacional de Desarrollo, llamado El Salto Social, ni poder exhibir su visa a Estados Unidos, que le fue cancelada.
Samper ganó la partida que le plantearon los llamados “conspiretas” y pudo entregar, pacíficamente, el poder. Pero a Serpa la lealtad al presidente se le convirtió en un talón de Aquiles y un factor esencial para su derrota en su primera campaña presidencial de 1998, que adelantó en nombre del Partido Liberal, la única colectividad a la que perteneció, a pesar de los desaires y maltratos de Alfonso López Michelsen y César Gaviria Trujillo, quien lo pensionó del Congreso al impedirle encabezar la lista al Senado cuando pretendió reelegirse en 2018.
En la campaña de 1998, su rival, el conservador Andrés Pastrana, obtuvo el apoyo de liberales disidentes como Néstor Humberto Martínez, Alfonso Valdivieso y Rafael Pardo, y, sobre todo, de las FARC de Tirofijo y el Mono Jojoy, gracias a la gestión de Álvaro Leyva, quien después se arrepentiría de su jugada maestra. Así me lo indicó el veterano político conservador mientras coincidimos en una mesa de una cafetería al norte de Bogotá, a finales de junio de 2022, cuando esperaba ser atendido por Alfonso Prada, luego de ser designado como el primer canciller del Gobierno de Petro. “Me arrepiento mucho de haber ayudado a Pastrana a ser elegido. Tengo ese sentimiento de culpa con Horacio”, me reveló Leyva frente a varios contertulios.
En las elecciones de 1998, la derecha prefirió que cogobernaran las FARC con Pastrana a que llegara Serpa a fortalecer la institucionalidad, consolidar la democracia e intentar un proceso de paz sin doblegar la ley a los fusiles de la insurgencia. Lo que siguió fue una de las páginas más lamentables de la política en Colombia cuando Pastrana les entregó a las extintas FARC el dominio de una extensa zona del país, equivalente al territorio de Suiza, en el marco de un proceso de paz que nació muerto y solo contribuyó a consolidar militarmente a esa organización que, con sus excesos y perversiones, con su desafío armado y desprecio de la política de paz, dio vida y fortaleció el proyecto político de Álvaro Uribe Vélez, el máximo líder de la extrema derecha en Colombia hasta hoy. Sin las FARC, Uribe nunca hubiera ganado tanto ímpetu en una época en la que gran parte del país se sumió en una sed colectiva de venganza contra esa guerrilla.
Durante los cuatro años en el poder de Pastrana, Serpa ejerció lo que llamó “la oposición patriótica”, que vista en retrospectiva es una lección de alta política y lealtad a un ideario de un líder que creyó hasta el final de su vida en la garantía de los derechos humanos, la solución negociada del conflicto armado y la democracia.
Su apoyo incondicional al proceso de paz le significó, finalmente, su derrota en su segunda campaña electoral ante Uribe, quien prometía corazón grande y mano dura, y contó en su ascenso al poder con el apoyo de los paramilitares, que como se conoció años después incidieron en su triunfo en la primera vuelta en 2002.
Serpa denunció en la Fiscalía ese apoyo de la ilegalidad a Uribe, pero el fiscal Luis Camilo Osorio engavetó la demanda. La historia le daría la razón a Serpa, el único político colombiano que fue derrotado primero en nombre de la paz y, luego, en nombre de la guerra.
Serpa participó, después, en 2006, en una tercera campaña presidencial, más con la convicción de que era necesario que el Partido Liberal mantuviera vivo su deseo de poder, que con la certeza de que tuviera alguna opción y pudiera evitar la reelección de Uribe, quien logró comprar los votos en el Congreso para cambiar un articulito de la Constitución. Si no hubiera sido por la Corte Constitucional, se habría reelegido para un tercer periodo, en 2010, en nombre de su fracasada guerra total contra las FARC.
Pero Serpa fue mucho más que un candidato presidencial. Fue un estadista y aguerrido dirigente popular, que ocupó las más altas dignidades del Estado, excepto la Presidencia, y que como senador de la República fue aliado esencial del presidente Juan Manuel Santos en la concreción de los acuerdos de paz con las FARC y la consolidación de la JEP. Como gobernador de Santander saneó, asimismo, las finanzas del departamento y recuperó la confianza regional con políticas públicas efectivas de transformación social.
Su radicalidad en la defensa de su ideario le impidió jugar a ser un camaleón político o un pragmático sin principios al que solo le importaba el resultado. Mucha falta hace Serpa en la política y, en especial, en defensa de la JEP y del ideario socialdemócrata que promovió en el mundo como directivo de la Internacional Socialista. Su voz es necesaria, además, en momentos en que el Partido Liberal permanece reducido a la voluntad de César Gaviria, y el mandato de la Constituyente Liberal, del año 2000, fue enterrado en los jardines de la Casa Liberal de la 36, eludiendo la democracia interna
La voz de Serpa, del mismo modo, ahora se oiría sin miedo, con su inconfundible vibrato santandereano, en repudio de cualquier amenaza a la estabilidad democrática, contra el virus del populismo autoritario, de izquierda o derecha, y todo intento de reforma a la brava de la Constitución de 1991, que él firmó con tinta indeleble en su condición de copresidente de la Constituyente.
Serpa, no hay duda, seguiría fiel a su lucha vital por la paz de Colombia, siendo auténtico y único, cercano al pueblo, del que fue fiel representante, como hijo de una maestra de escuela y un tinterillo ―como él jocosamente le decía a su padre―, quienes eran su más grande orgullo, junto a su esposa y sus tres hijos.
Hace mucha falta la voz de Serpa en la Colombia de hoy para generar consensos, aplacar los ánimos y buscar caminos que conduzcan a un acuerdo nacional que facilite las grandes reformas aplazadas y la consolidación de la paz total. Es grande su ausencia, como su legado que está ahí para que los jóvenes liberales se lo apropien. En la anunciada Convención Liberal de los próximos días, aplazada por varios años, ojalá se escuche el eco de quienes lo aplaudieron, apoyaron su ideario y lucharon con el trapo rojo por llevarlo a la presidencia, gritando: ¿que olvidemos a Serpa? ¡Mamola!
* Tomado de El País América
Foto de portada: INALDO PEREZ (AP)