Por PUNO ARDILA
Aún recuerdo cuando un director de un medio de comunicación me preguntó si sabía por quién votar. Fue hace cuatro años. Le respondí que no, pero que sabía por quién no iba a votar. —¿Por quién? —me preguntó. —Por el que diga Uribe —le contesté, a sabiendas de que el hombre venía por ese voto.
Yo no voté entonces por el que dijo Uribe por dos razones: una, que en el gobierno anterior se había equivocado con Juan Manuel Santos, por no decir que se equivocó él mismo desde que comenzó a suspirar con la posibilidad de convertirse en amo y señor de este feudo. Y tanto se equivocó, que personas como este personaje que me estaba interrogando terminaron rajando del mismo que habían elegido, por el voto de Uribe, que valía como por seis millones de votos (cuando Duque, el voto de Uribe valió como ocho millones, más dos millones que aparecieron por ahí). En fin: a falta de un Arias o una Martha Lucía (¡el cielo nos asista!), ungieron a Santos, a pesar de las advertencias que hasta el mismo Antonio Caballero les dijo en su columna de la desaparecida revista Semana (quiero decir “la verdadera revista Semana”, no el pasquín político en que se convirtió) de que el hombre estaba tras el solio, pero que después iba a coger su propio camino. Pero no hicieron caso, y hoy es otro de los “peores enemigos” del partido de gobierno.
La segunda es que me parece lamentable que, en esta supuesta democracia, la gente, abierta y deliberadamente, vota por el que diga un fulano. No es posible que una “democracia” real permita (socialmente, porque legalmente no tiene nada de malo) que media población vote por el que manda un solo personaje, enaltecido, acaudillado, endiosado. Qué triste no tener siquiera el derecho y la conciencia para escoger a un candidato, sino que toca esperar a que un fulano, acusado y procesado –además–, ponga un nombre, cualquier nombre, de cualquier individuo, de cualquier cosa, de cualquier chanchiro, para que la gente, idiotizada, vaya y vote, sin saber lo que se le viene pierna arriba.
Nos queda medio año para revisar el historial (prontuario, si es el caso) de cada político en el Gobierno, y si tiene mácula, sale; se veta. Hay que analizar su hoja de vida, como que seremos nosotros sus jefes, y no lo contrario; y estudiar sus propuestas, y si está copiando propuestas ajenas, como pasó con el Duque, que cambiaba su discurso en cada nuevo debate. Y votar por el que consideremos el mejor, y abrirle proceso cuando veamos que incumple esos compromisos, especialmente si es de manera descarada, como ha hecho el Duque este con tantas promesas, que ni sabe por qué las hizo, puesto que venían en contravía de sentires y quereres de su secta política, como lo del “fracking” o la firma del acuerdo de Escazú.
Ciudadano: si no tiene tiempo para tomarse todas estas molestias, después no se queje.
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(Ampliado de Vanguardia)