Por YEZID ARTETA*
“Tenemos problemas, pero sabemos cómo resolverlos”, afirmó con convicción un plantador de yuca del Catatumbo, durante una reunión de productores agrícolas. Habla con la autoridad de un hombre que vive de la tierra desde la infancia. Su cuerpo parece tallado en piedra. Las manos como garfios. Nunca ha levantado una mancuerna o ejecutado dominadas en la barra de un gimnasio. La fuerza de sus brazos viene de arrancar yucas. Apenas sabe leer y escribir, pero los técnicos le prestan atención. Está dando una lección sobre cómo hacer las cosas en una comarca campesina. Parte de los problemas del campo colombiano viene de las decisiones tomadas por tecnócratas, legisladores y magistrados afincados en Bogotá que en algunos casos no saben diferenciar una mata de café de una de cacao o en su vida han visto a una gallina poner un huevo.
Mientras que en el Cauca hablan los fusiles, en otros lugares predomina la palabra. La palabra de los agricultores, empresarios, comerciantes, transportadores, educadores y funcionarios locales convencidos de que el esplendor de una región solo es posible mediante el consenso y la armonía de intereses. “Con lo que cuesta la munición de un grupo que hostiga un remoto cuartel de policía, se podría levantar una escuela en la aldea donde nací”, me dijo un chico que ha visto pasar varias guerras en el Catatumbo. Una motocicleta bomba trae muerte. Una escuela trae vida. Es una ecuación sencilla que bien valdría asimilar.
“Mi padre nos crio en una finca en la que teníamos de todo”, comentó una señora a quien le faltaban unos dientes. Explicó que en la finca tenían sementeras con plátano, yuca, maíz y ajonjolí, amén de arroz secano, cerdos y gallinas. Yo, me dijo la señora mostrando su mejor sonrisa, ordeñaba la vaca. Sus hijos, explicó a quienes le hacíamos ronda, tienen en cambio otras expectativas con la finca. Son jóvenes que quieren obtener una mayor plusvalía de la tierra que les permita acceder a una vida más decorosa, y asimismo disponer de tiempo para viajar, practicar un deporte, educarse, o asistir a un concierto. Son chicos de la aldea global que no se resignan a reproducir el ciclo de pobreza endémica por el que pasaron su padres y abuelos.
La política de paz del gobierno que preside Gustavo Petro es diferenciada. Con los grupos armados que castigan a las comunidades y atacan indiscriminadamente a los centros poblados —como está ocurriendo en el suroccidente del país— no hay chance por ahora. Con las agrupaciones que han aparcado la guerra —caso Catatumbo y Llanos del Yarí—, el diálogo sí fluye. La justicia social y ambiental que reclaman los olvidados del campo sólo es posible en una atmósfera donde únicamente se escuchen las voces humanas. El fuego que sale de la boca de los fusiles, mata.
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Hice mía la canción Los caminos de la vida, de Omar Geles, después de que a comienzos de los noventa me perdí en compañía de otros guerrilleros entre la maraña selvática que cubre la Cueva de los Guácharos y la Serranía de los Churumbelos en la media y baja Bota Caucana. Cuando llegamos al caserío La Novia, a orillas del río Fragua, sonaba la melodía de Los Diablitos. Los caminos de la vida no eran como yo pensaba. En mi reciente libro Rebelde dentro de los rebeldes, narro los detalles. Que la tierra te sea leve, Omar.