Por GERMÁN AYALA OSORIO
Dice la ministra de Cultura del gobierno entrante de Gustavo Petro que si “el cambio no es cultural, no habrá cambio”. La apuesta por el cambio es el propósito sociopolítico más importante en el que se haya embarcado gobierno alguno.
Las apuestas de los anteriores gobiernos quedaron embolatadas en las lógicas del conflicto armado interno, gravitando entre las conveniencias y la inmadurez emocional de aquellos que, instalados cómodamente en el régimen, le apostaron a la paz pero poco convencidos de la necesidad de modificar aceptar su propia responsabilidad. Mientras tanto, en la otra orilla estaba la dirigencia guerrillera aferrada a una anacrónica lucha que no solo desgastó al movimiento subversivo en general, sino que atizó el odio hacia todo lo que oliera a izquierda o cambio.
Basta recordar los gobiernos de Belisario Betancur, César Gaviria y hasta el del propio Juan Manuel Santos, para entender que nunca, en la historia reciente, se habló de cambio cultural. Así las cosas, la intención de Patricia Ariza tiene tanto de novedoso como de peligroso, no por el resultado del cambio al que se llegue sino en la consolidación misma de un proyecto que necesita, además, mucho tiempo de ensayo. Requiere del compromiso del Estado, sí, pero ante todo de los poderosos agentes de la sociedad civil que llevan años legitimando un estado de cosas inconstitucional, proclive a la corrupción y al desmadre que se ha ido asentando en amplios sectores de la población.
Que hoy tengamos una vicepresidenta afro, dice Ariza, es ya una expresión de cambio. Sin duda lo es, aunque el asunto complejo está en cómo transformar el racismo y el clasismo que la irrupción de Francia Márquez hizo posible evidenciar, en los sectores del poder económico, social y político que insisten en ver a la población afro como peones y sirvientes.
Lo primero que debe enfrentarse, precisamente desde la perspectiva cultural, es el desprecio por la vida que millones de colombianos dejaron en evidencia al guardar silencio frente a la degradación de los actores armados que participaron de las hostilidades. Leer el informe de la Comisión de la Verdad sería recomendable para quienes cerraron sus ojos ante los actos de barbarie que paras, militares y guerrilleros perpetraron sin restricción moral alguna. Hay que hacer pedagogía del contenido de ese informe, hasta que toda la sociedad sienta vergüenza por haber guardado tanto silencio cómplice ante la violación sistemática de los derechos humanos y el sometimiento de la sociedad a las lógicas de los guerreros. Sentir una sincera vergüenza es el primer paso para alcanzar ese anhelado cambio cultural.
Transformar esa realidad toma tiempo. Y no se logra la transformación hablando solo de amor y respeto, sino mediante acciones decididas del Estado para acabar, por ejemplo, los mercados ilegales y legales de armas en ciudades como Medellín, Cali y Bogotá. Y esas acciones conllevan revisar el comportamiento de los miembros de la policía que están detrás del oscuro mercado de armas.
Otro asunto que debe ser confrontado con la fuerza del cambio, es el ethos mafioso que Álvaro Uribe Vélez y el uribismo validaron y naturalizaron, casi como otro fenómeno cultural. Esa pérfida manera de asumir la vida en sociedad y el Estado caló en todos los estratos sociales. La trampa, la amenaza, el atajo, la marrulla, el saqueo al erario, el uso de la violencia física o simbólica son elementos constitutivos del ethos mafioso que nos dejó como guía el político que más daño le ha hecho a la nación. Que hoy esté imputado de graves delitos y reseñado bajo el número 1087985 son la demostración clara de ese carácter mafioso que terminó por desbordarlo, aunque sabía que contaba con el beneplácito de una élite política y económica que aplaudió sus premodernas formas de actuar en lo público.
En ese cambio cultural que se propone emprender el nuevo gobierno, hay que dar cabida a las relaciones establecidas entre el ser humano y la naturaleza. Es vital poner de ejemplo al resto de la sociedad, las maneras como las comunidades indígenas vienen relacionándose con los ecosistemas naturales históricos. Es tiempo de pensar en un nuevo ambientalismo, basado en una ética ecológica que considere el respeto por todas las especies, incluyendo al ser humano, por supuesto.
Hay que empezar a hablar de sostenibilidad cultural como un concepto imán capaz de atraer todas las perspectivas del pensamiento sistémico. Por ello, Patricia Ariza debe sentarse a hablar con la ministra de ambiente, Susana Muhammad. Y ellas dos, a su vez, sentarse con la ministra de Agricultura, pues es urgente consolidar territorios y territorialidades en términos de permacultura.
Falta mucho por hacer y se respira un ambiente de optimismo favorable. Adelante, vamos “a por esa”.
@germanayalaosor