Por YESS TEHERÁN
Jorge Luis Borges define en Ulrica que ser colombiano es un acto de fe. Más allá de las posibles interpretaciones sobre esta frase, nacer en Colombia es inmensa mayoría profesar algún tipo de religión. Desde pequeños nuestra familia, vecinos y muchas de las cosas que nos rodean giran en torno de la fe. Somos criados bajo un estricto código moral cristiano y el castigo por romper estas reglas es no ser agradables ante los ojos de Dios.
Pero no pretendo hacer una diatriba contra la religión. Más bien, como atea proclamada, quiero exponer algunos puntos de vista completamente personales sobre estar separada de la fe en un país creyente.
Decidir dejar de creer no es fácil. Una recorre una serie de pasos, se somete a múltiples autocuestionamientos hasta que llega termina por renunciar a la fe que le inculcaron. No hablo de dejar de practicar una religión. De hecho, para una persona de formación católica como la mía no fue tan difícil. Aunque mis padres son católicos, no apegados a rituales, por lo que dejar de asistir a misa no me resultó traumático; lo verdaderamente doloroso fue proclamar mi absoluta falta de fe.
No sólo son todos los argumentos que navegan en la mente a favor o en contra de creer en un ser superior. Son los años y años de educación religiosa que se tratan de dejar atrás, inclusive en las escuelas la cátedra de religión es fundamentalmente católica, no hay una aproximación a otra religión o creencia, hay una ausencia absoluta de contrapeso. Casi que en cada esquina hay un “único Dios” predominando con su presencia, cooptando cada espacio.
También es desarraigarse de uno mismo, de aquello en lo que se creyó con ciega certeza. Así las cosas, dar el paso definitivo al ateísmo significa quedar huérfana. Ya no habrá un padre todopoderoso que cuide de mí, nadie podrá escuchar una súplica de desesperación o ansiedad, como cuando se deseaba con todas las fuerzas que un ser omnipotente nos rescatara del abismo. En tal medida, nada nos esperará después de la muerte y soportar este desamparo es quizá la carga más pesada de convertirse al ateísmo. Al menos, para mí lo fue.
Pero se aprende a vivir la liviandad de haberse liberado del lastre religioso, cada día se hace más fácil afrontar la orfandad, la incertidumbre, se aprende a aceptar la muerte como fin de la vida como individuos. Y aunque a veces regrese la angustia, con el paso de los días se está más preparado. O más fortalecido.
Sin embargo, proclamarme atea significó en cierta forma someterme al escarnio colectivo. En cada escenario en que desarrollamos el día a día, siempre habrá alguien cuestionando nuestra decisión. En mi caso la controversia familiar no fue severa, pero el entorno social si llegó a manifestarse en una especie de linchamiento verbal. Recuerdo en cierta ocasión una compañera de universidad que me acusó de ser una persona incapaz de amar, porque ateo para ella significaba ausencia de todo, inclusive de la capacidad de sentir.
Donde quiera que criticase la religión, había el o la que preguntaba con ojos de estupefacción, como si estuviera ante un bicho raro: ¿por qué eres atea? Yo trataba de responder con los argumentos que sustentaron mi decisión, pero muchos asumían que ésta quizás obedecía a que me había ocurrido algo tan fuerte en mi vida que me hizo alejarme de Dios, como la pérdida de un ser querido. Para ellos es más razonable entender el ateísmo como el resultante de un intenso dolor; pero no es mi caso.
Con el paso del tiempo traté de simplificar tanto la respuesta, que he terminado por encogerme de hombros y decir “porque así lo decidí”. Y punto. Y llegué a esta frase. Es agotador en últimas pasársela dando explicaciones a todo el mundo. ¿Por qué debo sustentar mi ateísmo, mientras que ellos lo mismo con su fe ciega?
Ser ateo es estar en permanente cuestionamiento de los demás, del bombardeo incesante de quienes continúan pregonando a grito herido su creencia. Basta caminar por cualquier para topar al “pastor” con un parlante rechinante que predica abiertamente su fe. Y ocurre incluso en la tranquilidad del hogar: un vecino decide traer su culto una noche al vecindario y entonces debo escuchar a todo volumen cómo mi ateísmo me conducirá al infierno.
Muchos ateos asumen una actitud combativa. Respeto esta postura, porque satura a veces hallarse rodeado de la insistencia en creer, casi siempre de manera agresiva. Yo prefiero apartarme de estas discusiones, sin que ello signifique que no pida el respeto de permanecer apartada de cualquier ritual religioso. Aunque agradezco las bendiciones de mis amigos creyentes, porque con ello expresan el cariño que transmiten.
Ser colombiano seguirá siendo a la manera de Borges un acto de fe, pero espero que se abran espacios de debate frente a quienes no necesitamos defender a capa y espada nuestra visión atea de la existencia. Comenzado por el núcleo familiar y ampliándolo a escenarios tan importantes como la escuela, la tolerancia a las diferencias ideológicas, de género, raza y religión.
Respetar las diferencias es una base sólida para la construcción de la paz y el progreso de una nación.