Hace un tiempo publicó un enrevesado y vívido relato, cargado de dolor y rabia sobre la masacre del bar Oporto, de la que se salvó porque todo sucede. Con una jerga incontrolada y sangrante, sin dobleces ni eufemismos, contó los últimos momentos de su grupo de amigos ebrios y heridos de muerte. En esa suerte de catarsis verbal, nunca se supo explicar por qué sobrevivió o para qué, pero hasta el último párrafo se lo seguiría preguntando y, quizá hasta el último momento.
Pese a que con frecuencia deambulaba por la avenida de Greiff recogiendo cartones y deshechos que luego vendía por kilos, el paseo del río Medellín, frente a la Minorista era su parche favorito. Allí se reunían muchos “carelocos”, con los que compartía y lo hacían sentir en familia. Alrededor de una fogata, con sus manos todavía congeladas llegaron las últimas noticias de los enfrentamientos con la autoridad que los quería confinar en albergues, porque un gran evento internacional se aproximaba. La ciudad debía lucir impecable y ellos no serían invitados a formar parte del paisaje. Estaba nervioso, pero indignado. En cualquier momento se podía producir una redada. Aspiró un porro como si fuera el último y no paró de hablar más. Su discurso era una letanía, un llanto, un grito desgarrado por los parceros caídos. Su dependencia a las drogas no era mayor que su adicción por el parloteo. Hablaba en el cambuche, en los parques, en las calles atestadas de gente, hablaba todo el tiempo aunque nadie lo escuchara o le entendiera, no hacía falta.
Lo conocí en una esquina de Guayaquil. Yo esperaba el cambio de semáforo y él trató de venderme con éxito su pequeño libro sobre la matanza de Oporto. —Solo la palabra podrá salvarnos del cinismo público y el terror del silencio que aplasta la voz de las víctimas—, o algo así, dijo entonces para convencerme. En esas treinta páginas contó toda su verdad como detrás de un confesionario, quizá para quitarse esa sensación de culpa que lo seguía a todas partes. Contó que fueron usados por agentes del estado para sacar del camino a adversarios políticos o enemigos incómodos. Escribió cómo antes de cobrar una deuda al patrón, se fumaban un cacho y lo encomendaban a la virgen (en la avenida El poblado), a manera de un incienso sagrado, luego huían zigzagueantes entre el tráfico de la ciudad y, se mezclaban con los muchachos de bien en Camasuelta o en el bar Oporto. La noche de los hechos, reunidos para ver un partido de fútbol de la selección Colombia, los agentes entraron con capuchas, y luego de apartarlos de las mujeres y tenderlos boca abajo, accionaron sus armas sin hacer preguntas. Los muertos fueron más de veinte. Él quedó como paralizado. Con el rostro clavado al piso sintió su costilla traspasada y roto uno de sus brazos. Podía presentir su sangre hirviente saliendo a borbotones. Sabía que su vida se le iba y dedicó esos instantes al recuerdo de su cucha. Sin moverse escuchó los lamentos agónicos de sus amigos, luego unos tiros de gracia. Con frecuencia llegaban a su mente esos momentos, esos quejidos; lo más insoportable dijo, fue ese largo silencio respirando apenas, sin atreverse a levantar la mirada, ese instante terrible a la espera de su bala en el cráneo. Pero ellos lo dieron por muerto. Días después, advirtiendo la presencia de un policía en la puerta de su cuarto de hospital, se arrojó por la ventana y se ocultó en la finca de un amigo. Allí escuchó en la radio que la masacre fue una venganza de Pablo Escobar, pero él sabía que todo era un invento: había reconocido la voz del capitán que comandó el operativo. Desconfiando de todos estuvo escondido un tiempo; se dejó agarrar del vicio y luego se entregó a la pena. Comenzó a vagar por las calles de Medellín fuera de sí, a la espera de que también llegaran por él. Después de vestir a la moda, con tenis de marca y moto de alto cilindraje, ahora andaba semi-descalzo y en andrajos, viendo cómo la gente lo miraba con desprecio y le sacaba el cuerpo. Era de mediana estatura, flaco y pálido, tenía los labios quemados, apenas podía mover un brazo y le dolían muchas partes del cuerpo. Se sabía excluido, desechable, al margen de una sociedad sin receptividad, sin respuestas, cuyo semblante apático y gris, a menudo reflejaba coincidencias con la muerte.
En el transcurso de la noche la fogata se diluía. A lo lejos podía oírse el sonido aterrador de las sirenas. El tiempo avanzaba y la incertidumbre crecía. Le gustaba imaginar que su palabra traspasaba la oscuridad, que era capaz de romper la dura corteza de la insensatez y el miedo. Podía verla rebotando aquí y allá contra la indiferencia, contra el muro de concreto, en la calle, en la pancarta, en la manifestación…
Esa noche sus lágrimas fluían como una corriente restauradora sobre los sueños fragmentados, pospuestos, y los escombros de una ciudad ajena. Su palabra cabalgaba sobre la magia de una metáfora ambigua, suburbana. Podía sentirla rehacerse en cada bocanada profunda. Podía escuchar cómo se arrastraba subrepticia y se multiplicaba de boca en boca, de asombro en asombro. La palabra se excitaba en la saliva espesa del parcero, en su aliento fétido y, en la imaginación drogada no era extraño verla transformarse en leyenda urbana.
Luego de años de acoso oficial, meses de agresión, días de duelo, horas de horror, sabía que sus segundos estaban contados, pero no podía contenerse. Su voz era un raudal y, de ella brotaba desbocada y rampante como una bestia revolucionaria su palabra incendiada, herida.
Su cadáver desnudo fue hallado en el río, sin ojos y con una bala en el pecho. Su índice erguido apuntaba a todos en las fotos que tomaron para el registro judicial. —Le hicieron la vuelta—, dijeron. Alguien le puso una sábana blanca encima para cubrir sus vergüenzas, pero no la requería, porque su cuerpo hace tiempos era inmune al pudor, al qué dirán; su cuerpo hacía ratos le había hecho el quite al dolor, al miedo, a la muerte. (F)