Por GERMÁN AYALA OSORIO
Sostengo de tiempo atrás que en Colombia a millones de personas las guía un ethos mafioso con el que se ha legitimado la corrupción pública y privada. Este es sin duda el mayor problema del país, matriz de la cual se desprenden los demás problemas.
Proscribir ese ethos mafioso es el reto más grande que tenemos como sociedad. Todos los candidatos a la presidencia, en diferentes campañas, han prometido o señalado que lucharán contra la corrupción. Pero son tan solo saludos a la bandera que contribuyen a la desesperanza de una parte importante de esa sociedad que a pesar de mantenerse al margen de las prácticas corruptas, por acción o por omisión, sus miembros caen en las dinámicas propias del ethos mafioso.
Los precandidatos que hoy aparecen en la escena electoral, en algún momento de sus vidas se han referido al asunto, intentando por supuesto ocultar sus relaciones o cercanías con esas prácticas mafiosas. Cada uno se instala en una especie de atalaya, desde la cual peroran como si estuvieran imbuidos de una moral superior. Por estos días, Ingrid Betancourt quiso subir a la cumbre más alta de la moralidad y, desde ese lugar privilegiado, descalificó con justa razón la llegada a la Coalición de la Esperanza de políticos de Cambio Radical, para respaldar a Alejandro Gaviria. Huelga recordar que esa colectividad, junto al Centro Democrático, exhibe miembros condenados y procesados por actos de corrupción.
Pero olvida la ciudadana colombo-francesa que ella acompañó y apoyó la campaña presidencial de Andrés Pastrana Arango, hijo ilustre del Establecimiento y agente político que desde el Estado, por acción u omisión, ayudó a la consolidación del ethos mafioso que hoy sirve para que Colombia se luzca ante el mundo como uno de los países más corruptos del mundo. Corrupción que está anclada de muchas maneras a la cooperación internacional.
Betancourt descalifica las maquinarias, y parece olvidar que sin estas es prácticamente imposible salir elegida. No basta con los votos de los ciudadanos para llegar y para cogobernar. Ingrid Betancourt pretende exhibir unos niveles de pulcritud imposibles en un país donde se entronizó y se naturalizó el ethos mafioso. Quiéranlo o no, todos los candidatos deberán aceptar el apoyo de las sempiternas mafias que rodean el ejercicio del poder en Colombia. El solo hecho de que las campañas políticas sean patrocinadas por conglomerados económicos es ya un indicador negativo, puesto que esos apoyos económicos implican el sometimiento de la voluntad de quien los recibe. En política no hay amigos, hay intereses.
Alguien podrá preguntarse: ¿entonces no podremos librarnos jamás de la corrupción público-privada? La respuesta es no, hasta tanto los miembros de la élite dominante, la burocracia armada asociada al mundo castrense, los directores y dueños de los partidos políticos o sectas con fachadas de partidos; los periodistas afectos al régimen, las iglesias y los ciudadanos en general, compartan la misma idea alrededor de para qué sirve el Estado. Cuando ello suceda, habremos abonado el terreno para superar y quizás proscribir el ethos mafioso que inspira a los corruptos.
Quizás una pregunta sencilla para todos los candidatos presidenciales y a los que aspiran a llegar al Congreso nos pueda dar pistas sobre la posibilidad real que hay de superar la corrupción: ¿para qué sirve el Estado? Damos por sentado que porque son candidatos, saben con certeza la respuesta. Más importante que saber responder el interrogante, está en comprender que hay acciones de Estado que están por encima de las propias motivaciones ideológicas e intereses políticos. Por ejemplo, el fatuo del Iván Duque Márquez jamás pudo comprender qué es eso de ser jefe de Estado. En esa misma línea estuvieron Uribe, Pastrana, Samper, Belisario Betancur, López Michelsen y Turbay Ayala. En particular Uribe Vélez, hoy reconocido como el gran imputado, sometió al Estado, lo privatizó y lo puso al servicio de sus clientelas y amigos.
@germanayalaosor