La contemplamos con la casa al hombro, el futuro en un brazo y los objetos imprescindibles para demostrar quiénes son ella y su hijo, en el otro. Pese a su corta edad no puede caminar erguida, ya que el peso de su pobreza la apremia a ir hacia adelante con el lomo doblado: de otra forma no podría dar un paso más porque el lastre la derribaría, consiguiendo que cayera de espaldas junto con la criatura. Si si fuera de bruces contra el pavimento no podría ponerse en pie de nuevo, ella que está muy sola, tratando de huir de la penuria. Y ahí se quedarían los dos, la madre y su bebé, contemplando cómo la esperanza se les escabulle sin que una mano los auxilie.
Ella lo apuesta todo con tal de escapar del cataclismo cotidiano de su existencia de mujer pobre. Nació, como miles de millones actualmente, y desde tiempos remotos, en el lugar donde unos pocos habitan en mansiones y la mayoría en chabolas destartaladas o en la desabrigada calle. El desaliento, para todas las criaturas cuyas sociedades las empujan al abismo, en estas mujeres, verdaderas heroínas milenarias, no ha logrado instalarse ni mucho menos acomodarse dentro de sus almas.
Mujeres de todos los confines de la historia, con múltiples trabajos y quizás teniendo que agachar la cabeza para salvar su descendencia, con esa dignidad que las envuelve, son el gran orgullo de una especie que en gran parte no se ha extinguido gracias a la entrega de ellas, que han cabalgado airosas sobre todas las civilizaciones.
A estas trabajadoras con jornadas interminables, fuera y dentro de casa, gracias por existir. A ellas les debemos todo, incluida la vida, por supuesto.
OLGA GAYÓN/Bruselas