Por GERMÁN AYALA OSOR
Con la invasión militar a Ucrania por parte del ejército ruso nuevamente asistimos a uno de los espectáculos humanos más antiguos: la guerra, vista de tiempo atrás como una fiesta. Una en la que celebran los fabricantes de armas, los hombres que con mentalidad infantil sueñan con convertirse en héroes; y otros que, obligados por sus gobiernos, se enlistan para defender una bandera, un territorio y una nacionalidad; todos tres, simples símbolos con los que el ser humano logró convertir el planeta en una colosal morgue. Y otros tantos, a los que la pulsión por asesinar a un enemigo previamente construido, les posibilita ponerse el uniforme y caminar altivos hacia los campos de batalla, convertidos en verdaderas orgías de sangre, dolor y sufrimiento. Como si se tratara de faenas sexuales, unos a otros se depredan en esa ya histórica y naturalizada fiesta de la guerra.
La simpatía por la guerra llevó al gobierno de Iván Duque a considerar el envío de tropas colombianas a Ucrania, para defender los intereses de un Occidente empecinado en convertir a Vladimir Putin en un “nuevo monstruo” para que desde la OTAN o por decisión autónoma de los Estados Unidos se inicien acciones para capturarlo o asesinarlo, y así lograr que se encienda la mecha de una guerra internacional. Ya lo habían hecho con Osama Ben Laden, una “bestia” que les ayudó en su tarea de sacar a los rusos de Afganistán.
Mientras que el fatuo y mendaz jefe del Estado colombiano rechazaba la acción militar de Putin, cerró sus ojos ante los problemas de orden público que vive el sur del país desde hace varios meses. Ante la declaratoria de “paro armado” (al parecer del ELN), Duque Márquez dejó de cumplir su rol de comandante supremo de las Fuerzas Armadas y abandonó a su suerte de cientos de miles de colombianos. Ahora quiere mostrar simpatía con un Occidente arrogante, cuyos líderes pueden ser igual de asesinos, arbitrarios y amigos de la guerra que el hoy mentado y repudiado presidente ruso.
Es evidente que Iván Duque y el uribismo son amigos de la guerra. Haber señalado que el objetivo del Centro Democrático era hacer trizas la paz de La Habana, los elevó a la condición de Señor de la Guerra, esto es, de los mejores anfitriones de una costosa fiesta, que, por gravosa, curiosamente, muchos no quieren que se acabe. Duque, el Innombrable, Londoño y miembros de la actual cúpula tropera disfrutan como muchos otros connacionales del estruendo de las bombas, así como ver salir el humo de las cananas que rugen sin cesar. Se deleitan con el silencio ensordecedor de los pueblos abandonados por cientos de miles de desplazados de Arauca, el Pacífico y Catatumbo, que huyen no solo del “paro armado” decretado, supuestamente, por el ELN, sino de un muy bien pensado abandono estatal. Y mientras los noticieros occidentales cubren los hechos bélicos en territorio ucraniano, eso sí, sin la menor intención de ocultar la felicidad noticiosa que los embarga, las Fuerzas armadas en Colombia le hacen el juego al “paro armado”. Ya circulan versiones de que se trataría de paracos disfrazados de elenos o quizás de propias tropas que convirtieron en un éxito la ilegal declaratoria.
La guerra es una fiesta para los uribistas, y a ella siempre están invitados los ganaderos, latifundistas y todos los que ven la tierra como un mero sustrato. No necesita el país imágenes de esas celebraciones, baste con ver las intenciones de sus socios por apropiarse de las curules para las víctimas, o asistir al sistemático asesinato de líderes sociales y de los firmantes de la paz que fue acordada en Cuba entre el Estado y las entonces Farc-Ep.
Cuánta razón tenía Estanislao Zuleta cuando dijo que “solo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz”. Quizás, quienes se oponen a las guerras o a los conflictos armados locales, estén del lado de la sentencia de Zuleta. Los que gozan de las hostilidades quizás se identifican con la frase célebre de Carl von Clausewitz: “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. En cualquier sentido, el asunto de fondo no está en las justificaciones de Putin para invadir, o las que seguirán esgrimiendo los países occidentales, sino en la perversa condición humana.
Deberíamos de pensar la guerra no como una fiesta, sino como el mejor anticonceptivo que lleve a más mujeres y hombres en el mundo a negarse a traer más hijos al planeta que todos, por acción u omisión, convertimos en una incontrastable y fétida morgue.
@germanayalaosor