2021 es un año que en materia política deja varias lecciones, a saber: que el régimen uribista encarnado en Iván Duque Márquez volvió a mostrar su cara más violenta. Ya lo había hecho Álvaro Uribe con la Seguridad Democrática (2002-10), persiguiendo, estigmatizando y asesinando a profesores, académicos, periodistas y defensores de los derechos humanos, todos ellos “terroristas vestidos de civil”.
En este cuatrienio, el mismo régimen dejó ver su enorme capacidad para generar miedo y terror, en particular contra los jóvenes que osaron marchar por calles y avenidas en el marco del Paro Nacional. El balance no puede ser más nefasto: jóvenes desaparecidos, asesinados y torturados, o con afectaciones en sus ojos. La masacre policial ocurrida en Bogotá los días 9 y 10 de septiembre de 2020 terminó de abrir el camino criminal que las autoridades de Policía ya venían recorriendo con las movilizaciones de 2019. Al final de ese recorrido, el régimen uribista se acercó y pudo superar en violación de los derechos humanos a las dictaduras del cono sur. Es más, lo sucedido durante la administración de Turbay Ayala (1978-1982) quedó superado en violación de garantías constitucionales, libertades ciudadanas y la persecución ideológica, oficiada esta última por el actual fiscal general, Francisco Barbosa.
Elevados los jóvenes a la condición del nuevo enemigo interno, el régimen uribista del subpresidente Iván Duque logró pulverizar la idea de antaño según la cual Colombia es la democracia más antigua de América Latina. Ya nadie más se atreverá a expresar semejante falacia y mucho menos, después de conocido el informe de la ONU a propósito de la reacción violenta y criminal de la policía nacional en los hechos acaecidos en esas fatídicas noches del 9 y 10 de septiembre en la capital del país. Colombia alcanzó ya el nivel de Estado masacrador. A ese negativo informe se suma el que en su momento entregó la CIDH, a propósito del uso desproporcionado de la fuerza y la violación de los derechos humanos por parte del Esmad y la policía nacional, durante las movilizaciones y el estallido social.
En materia electoral, el 2021 cerrará con un caldeado ambiente político, que tiene muy asustados a los más temidos agentes del régimen de poder. La posibilidad de que Gustavo Petro llegue a la Casa de Nariño (o de Nari) tiene en la encrucijada a quienes desde los ámbitos de la economía (legal e ilegal), de la política y del poder castrense, no están dispuestos a ceder el poder, pero entienden que deben hacer ajustes, en particular por el desprestigio mundial que ya alcanzó Colombia. Esa encrucijada es clara: hasta cuándo mantener a Álvaro Uribe Vélez como el mandamás, a sabiendas de que, a nivel nacional e internacional, su imagen cada vez está más asociada a crímenes de Estado, corrupción, penetración paramilitar y la persecución a todo aquel que piense distinto y se oponga al unanimismo ideológico que supo imponer desde 2002, con la anuencia de los medios masivos.
Queda claro que el 2021 no termina bien para los colombianos y mucho menos, para el régimen uribista. Varios de los precandidatos presidenciales, así sea tímidamente, reconocen que este oprobioso régimen necesita con urgencia ajustes en las maneras como viene haciendo operar al Estado, en especial en materia de derechos humanos.
El 2022 llegará con una mayor incertidumbre por cuanto el régimen se juega su viabilidad y la legitimidad de la institucionalidad que lo ha sostenido desde el 2002. Ojalá los miembros de las élites entiendan que ya es hora de sacar del juego político a Uribe Vélez. Darle la espalda, para que la justicia lo procese sin presiones, es un camino que generaría mayor tranquilidad en las 4 ó 5 familias que dominan los destinos de Colombia. Mantener la vigencia del 1087985 podría convertirse en el mayor error político de aquellos poderosos que históricamente se han beneficiado de esa narrativa que señala que somos la democracia más antigua del continente.
@germanayalaosor