Por JORGE GÓMEZ PINILLA
Dejando de lado el trato grosero, descortés y amenazante de Álvaro Uribe y su basto vástago Tomás contra la magistrada Lucía González, el aspecto más llamativo del encuentro entre el padre Francisco de Roux y el finquero de Rionegro fue su propuesta de una amnistía general: “El país debe pensar en algún modelo de amnistía”.
Esto encierra una confesión tácita de culpa y demuestra, como dijo El Espectador en editorial reciente, que “su oposición al Acuerdo de Paz no es en esencia un problema de impunidad, sino más bien de quiénes se quedan por fuera de ella”. (Ver editorial).
A la velocidad del rayo una corifea suya, María Fernanda Cabal, expresó su apoyo a la propuesta, que interpretó alborozada como la eliminación de un solo tajo de la JEP y la Comisión de la Verdad, alegando la necesidad de detener el desangre financiero que representan ambas instituciones: “La JEP nos cuesta más de 330 mil millones de pesos al año y la Comisión de la Verdad 117 mil millones. Son más de 447 mil millones de pesos, por qué no ahorrarle (sic) a los ciudadanos casi medio billón de pesos al año y darle (sic) esa multimillonaria suma a las víctimas”. (Ver noticia).
Loable su preocupación por las víctimas, si no fuera porque su verdadera preocupación es tratar de salvarle el pellejo a Uribe. La Corte Penal Internacional (CPI) ha venido tomando atenta nota de las evidencias sobre la “práctica sistemática” de ejecuciones extrajudiciales entre 2002 y 2010, a las cuales se les dio el eufemístico nombre de ‘falsos positivos’ para restarles importancia.
De esta máquina genocida del horror, equiparable en salvajismo al holocausto nazi, da cuenta un desgarrador informe de Human Rights Watch (HRW) que puede verse aquí, donde es claro el rosario de pruebas materiales y certezas concluyentes que señalan responsabilidad directa de la cúpula militar de entonces, sobre un teatro de operaciones en el que brilla con luz propia el más alto mando responsable de todas las atrocidades cometidas, Álvaro Uribe Vélez.
En este contexto, la propuesta de Uribe no es la de un estadista interesado en contribuir a consolidar un ambiente de paz y reconciliación, sino la del que ya está enterado de lo que le corre pierna arriba.
Ahora bien, una amnistía general no es algo del todo descabellado, y en tal sentido suena razonable el editorial de El Espectador citado arriba cuando agrega que “Si la paz total es todavía un anhelo alcanzable, vale la pena cualquier esfuerzo para abrir nuevas avenidas de diálogo”. Pero se presenta un obstáculo: una amnistía general es incompatible con el Estatuto de Roma y con los compromisos en derechos humanos, y en tal medida constituiría una exclusión injustificada de las víctimas.
¿Qué hacer, entonces? Pues ponerle condicionamientos claros a dicho perdón colectivo, y el primero de estos tendría que ser la verdad absoluta, franca, categórica, iluminante. Súmenle si se quiere la reparación y las garantías de no repetición, pero lo fundamental es que se conozcan y se asuma la responsabilidad sobre las más atroces verdades que falta conocer. Incluso, aquí se le podría recordar a Uribe una sentencia atribuible a Jesucristo: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». Juan, 8 – 32.
A lo que más les temen hoy Uribe y la Cabal es a las verdades que han comenzado a contar paramilitares y exoficiales del Ejército, en parte ante la JEP y en parte ante organismos internacionales.
Por allá en 2013, cuando apenas iniciaban las conversaciones de paz en La Habana, pregunté esto en columna titulada ¿Es Uribe un peligro para la sociedad?: “¿Qué pasaría si en la práctica resultara que tanto Uribe como ‘Timochenko’ tuvieran su respectiva cuota de responsabilidad y, por tanto, ambos merecieran ir a la cárcel?”. (Ver columna). Esto fue en respuesta a una declaración del entonces procurador Alejandro Ordóñez, quien escandalizado afirmó que “así como vamos, Uribe irá a la cárcel y ‘Timochenko’ al Congreso”. ¿Será que Ordóñez nos salió adivino?
Sea como fuere, la pata coja del proceso de paz que adelantó Juan Manuel Santos estuvo en que no se negoció a la par con el jefe del tercer bando en conflicto, el mismo de quien una providencia emitida en 2013 por la Sala de Conocimiento de Justicia y Paz del Tribunal Superior de Medellín dio a conocer -en orden cronológico- cómo en el curso de diez años Uribe estuvo rodeado de tal cantidad de personas involucradas hasta el cuello con grupos armados de extrema derecha, que era imposible que ignorara lo que estaba sucediendo a su alrededor. En otras palabras, que “no es posible estar dentro de una piscina y no mojarse”. (Ver providencia).
Y es el mismo que a la cabeza de todos esos grupos, unos legales y otros ilegales, en 2018 maniobró para tomarse el poder y hoy tiene a una cúpula militar renovada. Aunque, vaya coincidencia, de nuevo identificada con abusos y atropellos indiscriminados contra la población, como en el anterior escenario de guerra, destrucción y tierra arrasada que desde la comandancia del Ejército lideró el general (r) Mario Montoya.
Es evidente que lo que busca el comandante en jefe de las más sanguinarias fuerzas de combate -regulares e irregulares- que han existido en Colombia, es impunidad a perpetuidad. Sabe que está como el tipo subido al lomo de un tigre, que si no logra que Colombia le vuelva a votar por “el que diga Uribe” y pierde las elecciones, le toca bajarse del poder y el tigre se lo come. Lo más procedente entonces sería sentarlo a conversar, ahora sí, pero bajo el cumplimiento de la condición sine qua non mencionada atrás: “la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad”.
Post Scriptum: Ponen el grito en el cielo porque los musulmanes ortodoxos se tomaron el poder en Afganistán, pero les parece de lo más chirriado que nuestra Policía Nacional tenga como lema Dios y Patria. Y se la pasan con “Dios te bendiga” por acá y “Dios te bendiga” por allá. ¿Cuál es la diferencia, entonces, si aquí también nos meten a Dios hasta en la sopa?