Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO
En mi época de estudiante de la facultad de Artes, el tiempo transcurría dispar entre los afanes de la ciudad y la pasividad del campo. Debido a mis orígenes, mi alma estaba dividida entre la modernidad y la añoranza, o como lo titulara el poeta y amigo Fercho Cuartas en el catálogo de una de mis exposiciones: “entre el oro y el olvido”. No obstante, gracias a una pequeña cámara Olympus Trip-35, pude conciliar los dos mundos sin demasiados sobresaltos. La cámara se convirtió en mi aliada, y las cosas solo existían en la medida en que pudiera registrarlas. No recuerdo quién me la regaló o vendió. Con ella recorrí el centro de Medellín en busca de motivos, de objetivos estéticos o sorprendentes. Recorrí fandangos y corralejas en la costa norte, ferias y sitios icónicos de algunos pueblos de Antioquia, para atrapar la tan mentada poética del instante. En vacaciones de mitad de año o durante los paros universitarios me iba para el Medio Atrato chocoano a fotografiar los rostros cansados de los nativos, o los cuerpos negros y mulatos de las muchachas que todavía se bañaban desnudas en ríos y caños. Llegado diciembre, siempre iba al Darién chocoano con mi cámara, como única herramienta capaz de sorprender y detener el tiempo. Con ella encuadraba apartes del paisaje, las montañas, los ríos, la expresión sombría pero esperanzadora de los colonos, el retozo constante de los perros callejeros y la sonrisa pícara de las mujeres del pueblo.
El último año había sido benévolo con los pocos campesinos que se arriesgaron a cambiar sus cultivos de yuca, maíz o arroz por una planta desconocida, que llevaron unos hombres, a quienes tampoco conocían, con la promesa de sacarlos de la pobreza. Al final de la temporada recibieron su recompensa. El grupo de guajiros, compuesto por miembros de familias prestantes de Riohacha, cuyos nombres salían en los éxitos vallenatos de moda como dedicatorias honoríficas dentro del disco, o como autores en su contraportada, llegó al pueblo para hacer realidad sus ilusiones. Trajeron cajas de aguardiente Cristal, una grabadora de tamaño familiar y los viejos clásicos de la música vallenata, incluido el último casete de los hermanos Zuleta, “Pa´ toda la vida”. Llegaron cargados de promesas renovadas, de uniformes y balones para el equipo de fútbol del pueblo; trajeron fajos de moneda corriente para pagar lo producido ese año, y otros bultos de “la semilla maldita”, para entregar a los cientos de nuevos campesinos que, viendo el éxito de los anteriores, y la connivencia de las autoridades se decidió a sembrar. La fiebre del dinero fácil se apoderó del pueblo desde que llegaron los guajiros con su bulla y sus cantos de sirena, soltando bandadas de pájaros de colores que entraron por sus oídos como la música de acordeón, exacerbaron sus sentidos y trastocaron la realidad circundante. Todo subió de precio, el uso de armas se multiplicó tanto como el ausentismo escolar, y el rapto de muchachas llegó a cifras alarmantes.
Como casi todos se volcaron a cultivar mariguana, muy pocos habían sembrado comida; así que quien tenía una mata de yuca, un racimo de plátanos o unas mazorcas, podía pedir por ellas lo que quisiera; porque las cosas solo valen en la medida en que las necesitamos o nos pertenecen. Pero no importaba. Cuando se recogió la cosecha, los guajiros volvieron con bultos de dólares en billetes de cien; en dos días de verdadero paroxismo pagaron, embarcaron y se fueron rumbo a Panamá. De la noche a la mañana, el dólar se convirtió en la moneda oficial del pueblo. Sin una conciencia real de su valor de cambio, los campesinos que debían cinco y seis meses de mercado en las tiendas se pusieron al día, y los revendedores de ganado hicieron negocios extraordinarios vendiendo o comprando novillos al cambio que ellos estimaban. Un puerco que antes costaba mil pesos, podía ser negociado por siete billetes de cien dólares o por setenta, dependiendo del marrano.
Ese diciembre, cuando llegué al pueblo de nuevo, el revuelo era general. Supe de inmediato que algo había cambiado, bastaba enfocar mi cámara para notarlo, podía registrarlo en la profundidad de campo, flotaba en el aire. Familias enteras me agarraron por su cuenta para que fotografiara a todos sus sonrientes integrantes, con su vestido nuevo, con gafas oscuras, con sus recién comprados sombreros vueltiaos, con botella de ron, o sin sombreros; de forma individual o amontonados sobre un grueso colchón de billetes de cien dólares esparcidos en la grama. Parecía un intento desesperado por atrapar para siempre esos instantes de felicidad. Cinco minutos son suficientes para soñar toda una vida, diría Benedetti. El trago corría por las calles del pueblo, los puercos chillaban en las esquinas, los dos novillos que antes se sacrificaban en el matadero se habían aumentado a cinco; las fabricantes de pasteles y morcilla no daban abasto. Era una locura contagiosa, estrambótica, una subienda surreal. La repentina bonanza despertó la generosidad de todos los pobladores que, pese a mis reiteradas negativas, me invitaban a tomar hasta el hastío, mientras llenaban mis manos con billetes de cien dólares para que siguiera obturando mi cámara frente a ellos.
Pero los hechos que percibimos no siempre coinciden con lo deseado. Ante la urgencia de nuevas mercancías, muchas tiendas quedaron desabastecidas y muchos comerciantes al borde de la quiebra. Nadie se salvó del timo porque incluso los mineros vendían el gramo de oro por uno o varios de esos billetes, con los que a su vez compraban gallinas y mandaban a hacer sancochos suculentos para mitigar sus enormes borracheras. Algunos comerciantes, enterados del hecho, guardaron silencio para tratar de recuperar lo invertido y evitar la debacle. Antes de que explotara el escándalo, sin detenerme a analizar las evidencias, yo seguí fotografiando, jamás paré. Todos parecíamos vivir en una burbuja. Nunca tuve tantos modelos a mi disposición, dispuestos a sonreír frente a mi cámara y pagar cien dólares por un par de imágenes. Difícil entrever en esos rostros felices la agonía de otros momentos. Era un desdoblamiento fugaz, lo presentía, mi cámara era testigo de una realidad cruel, subrepticia, el reflejo de una fantasía efímera. Nada es “pa´ toda la vida”, debí saberlo. Mis vacaciones terminaron. A causa de esas fotos, de esos billetes recién hechos, casi acabo preso en Turbo unos días después, al querer cambiar el montón de dólares falsos con los que me pagaron por adelantado ese diciembre, cuando el tamal de puerco que antes valía cincuenta pesos me había costado cien dólares.
¿Por qué? Porque nadie en el pueblo tenía cambio. (F)
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