Era un día especial, siempre lo es para alguien, no importan la lluvia, la nieve o el sol. Ese mentado día se casaba una joven pareja que yo no conocía; no obstante, entre sus obsequios de boda estaba uno de mis cuadros y, por este motivo, fui incluido en su lista de invitados.
Para ellos, esa podía ser la fecha más memorable de sus vidas. Para mí, tal vez pronto, esa noche cedería ante los reiterados embates del olvido. Sin embargo, no había motivos para el fatalismo. Mi madre decía que de cualquier palizada sale un lobo. Esto traducido al castizo quiere decir que en cualquier momento algo extraordinario puede ocurrir. Siempre hay algo para observar, festejar o padecer.
La novia lucía escandalosamente hermosa. Disfrutar de su encanto bien justificaba la presencia en aquel lugar. Su cabello rubio había sido trenzado por partes a la usanza de las damas del Renacimiento. Tenía en su mirada el extraño color de la primavera y la expresión serena e indefinida de las diosas paganas de Botticelli. Quizá mi madre tenía razón, pensé, y una jauría de perros salvajes pueda aparecer en cualquier momento para devorarla… No obstante, sus labios frambuesa y sus ojos como pedazos de espejo apenas sí dejaban resquicios para los malos pensamientos. Aun así, contemplar su cuerpo frágil, su escote rosado y el presentimiento cálido de sus senos pequeños, daban al espíritu una desmesurada inquietud. Hablaba de forma imperceptible, pero siempre parecía dispuesta para la sonrisa.
Su casa estaba ubicada en una colina a las afueras de la ciudad. Una construcción moderna de un piso, con fachada de concreto vaciado, tan solo interrumpida por la entrada principal y una minúscula ventana. La pared posterior estaba construida con gigantescas láminas de cristal templado, cuya imponente vista daba a la hondonada repleta de edificios entre los que zigzagueaba el río Sarre.
Con el clásico traje blanco ajustado en el torso y forma de campana en la parte inferior, la novia saludó y se tomó fotos de mesa en mesa con los invitados. Pese a su aire inescrutable, pude notar que algo le molestaba: sus tacones puntudos se enterraban en la grama recién sembrada y sus tobillos de porcelana apenas resistían su andar de garza. A mi lado, soporté su talle liviano para evitar que tropezara. Lo hice de forma leve y sutil, por temor a que se deshojara entre mis dedos como los pétalos de una rosa. Ella dio las gracias y se marchó cuando los flashes se apagaron, dejando una obsesiva fragancia en el aire.
Sin muchas afinidades ni temas de conversación entre quienes me rodeaban, tomé champaña sin parar y me entregué a la magia de su figura grácil, al misterio de sus gestos, al destello de su rostro pálido. En torno a ella se podía rehacer toda una paleta de colores tenues, un universo de perfumes y sonrisas… En esa imagen cándida aparecía condensada la indescifrable fascinación por las mujeres que amamos, la ventura y la fatalidad. Por instantes la perdí de vista entre la multitud o detrás de los arbustos, y una leve impaciencia me sobrevino. Bebí con frustración otro sorbo de champaña. Un largo rato después, vi su figura reluciente dentro de la casa a través del cristal. La observé tomar una copa, en un recuadro iluminado, para perderse de nuevo en la oscuridad como el parpadeo de una luciérnaga.
Sentado bien al fondo, en la última mesa, aprecié con detenimiento los detalles de la arquitectura, el rectángulo irregular de la edificación, su geometría constructivista. De repente… el cuarto de la esquina se iluminó y el esbozo plateado de la novia atravesó flotando el espacio como una criatura alada.
Afuera, en las mesas dispuestas en el prado, los invitados contemplaban las luces navideñas de la ciudad, en lo más profundo del valle. De espaldas ante semejante prodigio del desarrollo, mi demonio individual se quedó con la visión fantasmal de ese ser insuflado por un aliento divino. Ella, desatendiendo la transparencia de las paredes, comenzó a quitarse los zapatos, el vestido blanco y sus prendas íntimas, pieza por pieza. Desinhibida y radiante, la vi tomar un sorbo de su copa con una sed devoradora. En un instante de hechizo, su cuerpo desnudo se incendió y toda ella quedó en llamas. No sin sobresalto, en la pared del fondo pude distinguir los rasgos cromáticos de mi pintura. Sin distraerme mucho en ello, mis ojos ávidos de belleza volvieron a su silueta dorada, que con delicadeza ella recubría de prendas nuevas en un ensimismado ritual ajeno al tiempo.
Todos mis acompañantes y los de las mesas contiguas seguían admirando el fondo del valle. Yo me quemaba por dentro. Para no parecer un pervertido tomé mi copa, di la vuelta hacia el paisaje urbano, respiré una bocanada de aire frío y traté de hallarle sentido a lo que los demás miraban. Un aullido lastimero retumbó a lo lejos… O acaso solo era mi bestia interior.
Unos minutos después la vi cojeando entre la gente como un ángel herido, descalza y sonriente sobre la hierba húmeda. (F)
@FFscaballero