El más reciente espectáculo político de Uribe, esta vez con la Comisión de la Verdad, no es más que otro de sus ya acostumbrados juegos de engaño. El método es ya una patente en su accionar político. Se trataba, una vez más, de una puesta en escena, de un teatro, de una representación. Quizá de manera inconsciente, o inocente, de parte de Roux (por algo saldría luego a asumir toda responsabilidad sobre los resultados de la charla), pero muy consciente de parte del Matarife. Todo en el escenario estaba dispuesto para acentuar de manera simbólica el poder de Uribe frente a la Verdad, el país y las víctimas.
De esta manera, lo más interesante de la conversación no fueron las excusas y mentiras dichas por Uribe, sino todo aquello que se manifestó sin decirse. Pensemos, por ejemplo, en la disposición de los participantes. Una mesa separada del resto, como un altar dispuesto para que sus feligreses escuchen su discurso; Uribe sentado tras ese altar, distante de los miembros de la Comisión, como si estuvieran ahí para escuchar un monólogo, una alocución más no para hacer un interrogatorio con el fin de esclarecer hechos. Pensemos también en el lugar escogido, una de las fincas del implicado, como queriendo enfatizar que estamos en sus dominios, en su reino, en su espacio de seguridad; los invitados son los otros, Uribe está ahí manifestándonos en silencio la imponencia de su poderío, como el terrateniente que acepta la visita del curita del pueblo para quitárselo de encima.
A mí me aterra, por ejemplo, todo el espacio que se ve de fondo, como si ese amplio terreno que vemos detrás, en apariencia vacío, estuviera en realidad repleto de sombras de terror, presencias que sabemos están al acecho, amenazantes ante la sola posibilidad de la Verdad. Es decir, la Verdad (o el deseo de Verdad sobre los asesinatos extrajudiciales) visitó la casa del asesino para, ante la negación de esa Verdad, dejar en manifiesto la Verdad que interesaba imponer: en esta, que es mi tierra, que es mi reino, que es mi finca-país, la única Verdad que importa es la mía.
Es aquí donde el asunto empieza a ponerse más interesante. El que visitaba al implicado es un sacerdote, un representante de Dios entre los hombres y, en este caso, de las víctimas. Lo que habría podido leerse como un acto confesional (Uribe confesando su responsabilidad -su pecado- ante un cura), terminó invirtiendo los roles de poder: aunque el confesor se mantuvo pasivo dejando que el pecador expusiera sus culpas, la absolución de esas culpas –que es el poder del confesor–, no se da porque el pecador no asume el rol que debía asumir y lo que hizo fue defender su pecado bajo argumentos cobardes y viles. La disposición del escenario, sumada a lo anterior, plantea una lectura aún más aterradora del espectáculo en cuestión: la palabra de Uribe, en esta su finca-país, está por encima de cualquier poder confesor, religioso o legal. La palabra de Uribe es la palabra de Dios.
O al menos así lo cree él y sus seguidores. Esta puesta en escena es entonces una manera de encubrir otra puesta en escena. Los falsos positivos eran eso, la confección de una charada sanguinaria y desalmada que asesinó a más de 6 mil inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros. De esta manera, el Uribismo construye una mentira para encubrir otra. Así que al final, el espectáculo de Uribe «confesando» su poder para mentir de manera descarada, convirtiendo esa mentira en una verdad (la suya, la del dios del Ubérrimo), es el reflejo de lo que ha sido toda su carrera política: puestas en escenas, engaños, construcción de personajes y testigos, espectáculos de títeres en la Casa de Nari para encubrir la ineptitud, espectáculos de payasos furibundos en el Congreso para encubrir la inmoralidad y la negligencia, la Seguridad Democrática convertida en espectáculo mediático para encubrir crímenes, embajadas que esconden fincas cocaleras, ladrones, paracosy traquetos disfrazados de gente de bien.
El Uribismo es la puesta en escena de un espectáculo de horror y bandidaje. Ese pequeño acto inservible en que terminó siendo la participación de Uribe en la Comisión de la Verdad es, entonces, el gran reflejo de lo que han sido sus gobiernos: una mentira para engañar incautos. La verdad está ahí, frente a nosotros, expuesta en todo aquello que no vemos a simple vista.