Por GERARDO FERRO
El más reciente espectáculo político de Uribe, esta vez ante la Comisión de la Verdad, no es más que otro de sus acostumbrados juegos de engaño. El método es ya una patente en su accionar político. Se trató de una puesta en escena, una obra de teatro, una representación funambulesca. Quizá de manera inconsciente o inocente de parte del padre Francisco de Roux (quien salió a asumir su responsabilidad sobre los resultados de la charla), pero muy consciente de parte del Matarife. Todo en el escenario estaba dispuesto para acentuar de manera simbólica el poder de Uribe frente a la Verdad, el país y las víctimas.
Lo más interesante del encuentro no fueron las excusas y mentiras dichas por Uribe, sino lo que se manifestó sin decirse. Por ejemplo, la disposición de los participantes. Una mesa separada del resto, a modo de altar para que los feligreses escuchen su discurso; Uribe sentado tras ese altar, distante de los miembros de la Comisión, como si estuvieran ahí para escuchar un monólogo, no para hacerle unas preguntas cuyas respuestas conduzcan al esclarecimiento de los hechos.
Pensemos además en el lugar escogido, una de las fincas del implicado, para enfatizar que están en sus dominios, en su reino, en su espacio de seguridad; los invitados son los otros, Uribe está ahí mostrando en silencio la imponencia de su poderío, como el terrateniente que acepta la visita del curita del pueblo para quitárselo de encima. Aterra todo el espacio que se ve de fondo, como si ese amplio terreno, en apariencia vacío, estuviera en realidad repleto de sombras de terror, de presencias al acecho. Es decir, la Verdad (o el deseo de Verdad sobre los falsos positivos) para nada importa: en esta que es mi tierra, mi reino, es mi finca-país, la única Verdad que importa es la mía.
Es ahí donde el asunto empieza a ponerse interesante. El que visitaba al implicado es un sacerdote, un representante de Dios entre los hombres pero, en este caso, de las víctimas. Lo que habría podido leerse como un acto confesional (Uribe confesando su responsabilidad -su pecado- ante un cura), terminó invirtiendo los roles de poder: aunque el confesor se mantuvo pasivo dejando que el pecador expusiera sus culpas, la absolución de esas culpas -potestad del confesor-, no se da porque el pecador no asume su rol, tan solo se defiende su pecado bajo argumentos cobardes y viles. Además, la disposición del escenario plantea una lectura aterradora: la palabra de Uribe está por encima de cualquier poder confesor, religioso o legal. La palabra de Uribe es la palabra de Dios.
Así lo creen Uribe y sus seguidores. La puesta en escena es entonces una manera de encubrir otra puesta en escena. Los asesinatos extrajudiciales eran eso, la confección de una charada sanguinaria y desalmada que asesinó a más de 6 mil inocentes para hacerlos pasar por guerrilleros. Así, el Uribismo construye una mentira para encubrir otra. Y al final, el espectáculo de Uribe «confesando» su poder para mentir de manera descarada, convirtiendo esa mentira en una verdad (la suya, la del dios del Ubérrimo), es el reflejo de lo que ha sido su carrera política: puestas en escena, engaños, construcción de personajes y testigos, espectáculos de títeres en la Casa de Nari para encubrir la ineptitud, espectáculos de payasos furibundos en el Congreso tapando la inmoralidad y la negligencia: la Seguridad Democrática convertida en espectáculo mediático que encubre crímenes, embajadas que esconden fincas cocaleras, ladrones, paracos y traquetos disfrazados de gente de bien.
El uribismo es la puesta en escena de un espectáculo de horror y bandidaje. Ese pequeño acto inservible en que terminó siendo la participación de Uribe en la Comisión de la Verdad es el gran reflejo de lo que han sido sus gobiernos: una mentira para engañar incautos. La verdad está ahí, frente a nosotros, expuesta en todo aquello que no vemos a simple vista.
@GFerroRojas