Por JORGE SENIOR
El llamado a que nos vacunemos contra los extremismos que alguien sacó a relucir hace poco no me parece mala idea. Puede ser una tesis válida, siempre y cuando la primera vacuna sea contra el extremismo de llamar “extremista” a cualquier cosa y por cualquier razón, por ejemplo por un arrebato oportunista.
Para que la frase no sea vacua o manoseada al antojo de las veleidades del usuario es preciso llenarla de contenido. Para eso hay que establecer de qué extremos se habla y cuáles son los extremismos. Intentaré entonces aportar una caracterización de los extremismos políticos, tarea que sólo tiene sentido dentro de un contexto determinado, en este caso la Colombia de hoy.
Consideraré los siguientes ejes: la violencia política legal e ilegal, la balanza estado-mercado, las políticas referentes a los valores de libertad, igualdad y medio ambiente.
La violencia es tan intrínseca de la especie humana que no puede descalificarse sin más. Incluso se la acepta como último recurso, por ejemplo como legítima defensa o como derecho a la rebelión ante la tiranía. La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 consagra como derecho natural e imprescriptible el de la resistencia a la opresión. De manera que la violencia es un recurso extremo que sólo se justifica cuando la situación es también extrema, como es el caso de la defensa de la vida propia o el cierre de las vías democráticas institucionales.
Ahora bien, hace 30 años Colombia inaugura una nueva etapa histórica de apertura política. El 5 de febrero de 1991 se instaló la Asamblea Nacional Constituyente en cuya elección la lista con mayor votación correspondió a una organización alzada en armas que había firmado un pacto de paz con el Estado colombiano, el M19. De la Constituyente surgió un teórico e incipiente Estado Social de Derecho que no fue suficiente para vacunar al país contra el ascenso de los extremos, como describiera Clausewitz. La masacre de la UP, el bombardeo a Casa Verde, el boom del paramilitarismo, de un lado, y por el otro la renuencia de las FARC y el ELN a ingresar en la nueva institucionalidad en la creencia de la factibilidad de tomar el poder por las armas, todo ello se confabuló para llevar los niveles de violencia a cumbres más altas y sangrientas. Con nuevas tecnologías made in USA la alianza militar-paramilitar logra una relativa victoria estratégica en la primera década del siglo XXI en el marco de dos períodos presidenciales con una expresión política del paramilitarismo en el poder.
El entramado de uribismo y paramilitarismo ha sido bastante claro, como lo evidencian la parapolítica y las condenas a muchos personajes del entorno de Uribe. El proceso bajo la ley de “Justicia y Paz” (Ley 975 de 2005) no acabó con el fenómeno paramilitar sino que lo transmutó a nuevas organizaciones criminales de menor perfil. La culebra sigue viva, como dice el finquero del Ubérrimo, pero ésta es SU culebra. Como si fuera poco, cuando uno de los extremos -las FARC- decidió acogerse a la desmovilización, el extremismo uribista hizo campaña contra el acuerdo utilizando la mentira y el miedo, como lo reconoció su propio gerente de campaña, Juan Carlos Vélez Uribe (ver aquí). Eso es extremismo.
En resumen, en lo que se refiere al uso ilegal de la violencia quedan dos extremos en la escena política colombiana: el ELN y el uribismo, pero sólo uno participa en elecciones. De hecho, es característico de la extrema izquierda no participar en lo que llaman “el carnaval electoral”. Así que la conclusión es clara: en el espectro de fuerzas electorales sólo hay un extremismo, el de la extrema derecha. Es falsa la polarización cuando hay un solo polo.
Pasemos ahora a la violencia legal. Reconozco la necesidad del monopolio de las armas por parte del Estado. Este principio es válido en la medida en que el Estado sea legítimo y actúe sin violaciones a los DDHH, al DIH o use desproporcionadamente la fuerza. De darse estos casos, por ejemplo con la represión sistemática de la protesta social o con los falsos positivos en serie, la fuerza pública se convierte en expresión de extremismo letal y legitima la violencia opuesta. Esto no es extraño cuando la doctrina militar de una institución armada se basa en la idea del “enemigo interno”. Bajo la carpa hemisférica de EEUU esta doctrina campeó en América Latina durante la guerra fría y en Colombia aún se mantiene como un dogma anacrónico. ¿Y cuál es el sector político más afín a los sectores militares que abanderan dicha doctrina? Exacto, el uribismo otra vez, con ilustres “pensadores” como Fernando Londoño, José Obdulio Gaviria, Rafael Nieto, Alfredo Rangel, entre otros extremistas.
¿Y qué sucede con el vandalismo, atribuído a sujetos de izquierda? Sabemos que, desde los tiempos del estado de sitio, es táctica recurrente de los manejos militares y policiales de la protesta social como problema de orden público, el utilizar provocadores infiltrados en las marchas para justificar la acción represiva. Un viejo truco. Pero también puede suceder que haya individuos con actitudes lumpescas dentro de las movilizaciones. Este fenómeno se controla con organizaciones sociales fuertes y con trabajo político de base que eleve la conciencia ciudadana. Pero en Colombia impera la exclusión social y la marginalidad con toda su carga de desesperanza económica y oportunismo para el rebusque y la superviviencia. Ser líder social en este país es asumir un alto riesgo de muerte. La democracia participativa no se fomenta. El tejido social ha sido hecho trizas por la violencia antipopular y las prácticas clientelistas, de ahí que la organización social es débil, a excepción de los gremios empresariales. El punto es que ni la Alianza Verde, ni Colombia Humana, ni MAIS, ni la UP, ni el Polo, promueven el vandalismo, un extremismo sociomarginal aprovechado por la derecha trinadora y los medios a su servicio para deslegitimar la protesta. Cosa distinta es que aquellas fuerzas políticas no renuncien a la protesta social pacífica que es un derecho democrático.
Ya vamos sacando algo en claro en la caracterización de los extremismos colombianos del presente. Pero falta analizar el aspecto económico, ideológico y ambiental. Continuaremos en la próxima columna.