Por JORGE GÓMEZ PINILLA
De un tiempo para acá se volvió tendencia en las redes sociales una serie de mensajes de famosos pidiéndole a la gente que inscriba su cédula, acompañados de trinos donde explican la importancia de renovar la composición del Congreso como un camino necesario para sanear la democracia. Dicen que “si aprendemos a votar, no volveremos a marchar”.
Loable tarea, pero recuerda aquel refrán según el cual el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Partamos de considerar que el voto debería ser libre y voluntario, en eso no hay discusión. Ahora bien, eso aplica para una ciudadanía actuante y deliberante como la danesa de la magnífica serie Borgen, no para una democracia imperfecta (imperfectísima, para perfeccionar la idea) como la nuestra, donde lo habitual es que entre el 50 y 70 por ciento del censo electoral se abstiene de votar en cada elección y la mayoría de los políticos se hacen elegir mediante prácticas corruptas.
El abstencionismo es la primera fuerza política de Colombia, y es lo primero que debemos combatir si queremos un mejor país: la apatía electoral del colombiano, justificada de algún modo en el Frente Nacional, cuando se acordó la alternancia del poder cada cuatro años y la gente se aburrió de votar porque descubrió que sin importar por quién votaban, ya se sabía quién iba a ganar. Así fue durante 16 años.
Desde ese entonces comenzaron a ganar terreno los gobiernos de coalición, consistentes en que se ponen de acuerdo los que ganaron con los que perdieron, desde una alcaldía o una gobernación hasta la misma Presidencia, para repartirse la marrana entre todos. O sea, se estableció como norma la corrupción, tanto la electoral expresada en la compra indiscriminada de votos a muy bajo precio, como la administrativa: “hay para todos”.
Esto obliga a adoptar medidas de urgencia, y la primera a la mano, viable con voluntad política, es haciendo aprobar en el Congreso una ley que convierta el voto electoral en un deber ciudadano de cumplimiento obligatorio, como el de pagar impuestos, digamos que de modo temporal (por ejemplo con la misma duración del Frente Nacional) y con propósito pedagógico.
La composición de un Congreso como el que necesita Colombia solo puede salir de la voluntad nacional expresada en una primera jornada de voto obligatorio, y una segunda y una tercera, hasta que aprendan: ahí se va a saber qué es lo que de verdad quiere la gente, a quién quieren ver gobernando.
Así las fuerzas políticas de izquierda del Pacto Histórico y las centristas de la Coalición de la Esperanza no se hayan puesto de acuerdo en un solo candidato a la Presidencia (que arrasaría en primera vuelta), es de carácter URGENTE que sí logren coincidir en impulsar el voto obligatorio como una medida de saneamiento de la democracia.
Debemos tratar de unir al mayor número posible de voluntades en la tarea de imponer el voto obligatorio, con la plena seguridad de que son más los beneficios que el daño que pudiera ocasionar a nuestra democracia.
Es ahora o nunca, como dije hace dos años en columna para El Espectador. Puesto que la urgencia sigue inaplazable, reproduzco aquí los apartes que pretenden reiterar la premura requerida para actuar con criterio quirúrgico en la extirpación de esta llaga, la del abstencionismo.
– Una votación en la que vota menos del 50 por ciento del censo electoral debería declararse ilegítima, porque no permite conocer la voluntad de la mayoría de los electores.
– La gente no vota porque cree que todos los políticos son corruptos, pero es cuando se abstiene de votar que patrocina la elección de los corruptos. A nadie más que a un político corrupto le conviene que la gente no vote, porque le queda más fácil hacerse elegir acudiendo a la compra de votos al menudeo.
– El voto en blanco como medida de protesta tiene un peso político mayor -y decisivo- cuando va acompañado del voto obligatorio. Ahí sí, se dan las condiciones para forzar a una nueva elección cuando el voto en blanco gana por la mitad más uno.
– Instrumento pedagógico: cuando los votantes comparen los resultados entre lo que era una elección donde ganaba el abstencionismo y otra en la que todos votan, aprenderán a valorar la importancia de cada voto individual.
Es importante y crucial inscribir la cédula para votar en la próxima elección, por supuesto, pero la solución definitiva reside en unir el mayor número posible de fuerzas políticas, incluso de la derecha civilizada, para sacar adelante en el Congreso la norma del voto como un deber ciudadano de obligatorio cumplimiento.
Permanente o temporal, eso luego se verá, en el camino se arreglan las cargas.
¿Por qué ningún político ha adoptado como bandera electoral el voto obligatorio? ¿Quizá porque los colombianos no quieren que se metan con su pereza? Sin riesgo de equivocación, si para el plebiscito de 2016 el voto hubiera sido obligatorio, habría arrasado el Sí a la paz y el uribismo habría sido derrotado, y hoy tendríamos un gobierno muy diferente al que desde el 7 de agosto de 2018 nos ha tocado soportar.
Ah malhaya suerte la nuestra…
Post Scriptum: Recomiendo a ojo cerrado la columna del profesor universitario Germán Ayala para El Unicornio, donde plantea una tesis coherente con la evolución de los acontecimientos tras el asesinato del presidente de Haití: «La defensa estatal de los sicarios que ha asumido la Cancillería en cabeza de Marta Lucía Ramírez, parece poner en evidencia que desde nuestro Gobierno intentan ocultar el entramado criminal montado por la extrema derecha latinoamericana para asesinar a Moïse». (Ver columna).
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