“Yo tuve una novia lesbiana”

AUTOR ANÓNIMO

El título que acompaña este texto llegó al correo electrónico de El Unicornio desde una cuenta sin remitente conocido, cuyo autor al final se identifica como «Arrepentido». Su lectura no permite saber si se trata de una crónica periodística o un relato literario, pero queda la impresión de que el autor vivió lo que allí relata, aunque procura no dejar una trazabilidad que permita identificar a los dos protagonistas de tan cruda historia.

En El Unicornio hemos juzgado pertinente su publicación, porque está escrita con desgarradora intensidad y porque luego de consultar ciertas fuentes se concluyó que no existe ningún obstáculo en lo referente a una eventual vulneración de los derechos de autor. Y dice:

“Hay historias que solo se pueden contar después de que se volvieron cosa del pasado, cuando han quedado definitivamente atrás y se tiene la certeza de que no hay reversa posible, por mucho que queramos.

Conocí en alguna ocasión a una mujer que un buen día llegó a mi oficina porque quería conocerme. No sé si fue una historia de amor, pero la viví a plenitud de principio a fin. Me sentía como un ser privilegiado, en parte por haberla conocido y en parte por lo que ocurrió de ahí en adelante.

Le pondré un nombre ficticio: Valentina. Y comenzaré por decir que ese día no llegó presentándose como hace todo el mundo (“me llamo tal y tal, estudié esto y aquello”) sino irrumpiendo en mi vida. Había oído hablar de mí, dijo, y de ahí le surgió su interés en visitarme. Ahora bien, puso de entrada las cosas en su lugar: “A usted le gustan las mujeres, ¿verdad? A mí también”.

Mi primera reacción ante su desabrochada manera de expresarse fue en parte asombro y en parte incomodidad, pues sonaba agresiva de entrada. Pero vi allí un sello de autenticidad, sumado a que en lo físico era lo menos parecido a una lesbiana, cuyo estereotipo alude a la marimacho o a la mujer de rasgos masculinos, como el pelo corto y un hablado recio.

Valentina era de cabellera rubia hasta los hombros, rostro redondo con algunas pecas, ojos marrones de mirada melancólica, estatura algo menor a la mía, despreocupada en el vestir, muy a menudo en sudadera y blusas de tela suave, nunca la vi usar falda. Le pregunté a qué se dedicaba y dijo que “a un poquito de todo, con especialidad en Community manager”.  

Le ofrecí entonces la posibilidad de trabajar conmigo, respondió afirmativamente y esa misma tarde envió su hoja de vida a mi correo.

Huelga decir que me invadía la intriga de saber por qué en el momento de su presentación personal había marcado territorio de manera tan abrupta, revelando su identidad de género sin que se le hubiera preguntado. Y solo una explicación encuentro: a sabiendas de mi condición heterosexual, habría juzgado conveniente marcar territorio desde el primer día.

El trabajo de Valentina la mayor parte del tiempo era virtual, yo mismo le asignaba las funciones por Whatsapp o por correo. Era una colaboración remunerada pero sin contrato, de palabra. Y sus tareas apuntaban a la búsqueda de insumos en Google para el desarrollo de ciertas investigaciones, con base en temas o personajes definidos. Todavía no existía la Inteligencia Artificial, pero ella se convirtió en mi IA.

Y comenzamos a vernos con frecuencia, más por interés suyo que mío. Ella hablaba y yo le prestaba toda mi atención, fascinado con las cosas que contaba y que hablaban -entre muchas otras- de una infancia atravesada por situaciones que no contaré en detalle, como abusos en forma de tocamientos por parte de hombres cercanos a su padre, de formación castrense.

Con el paso de los días las charlas fueron pasando de los temas profesionales a los personales, producto básicamente de que nuestro primer gran placer estuvo en conversar, incluso hasta altas horas de la noche. Hoy llego a pensar que tanto el hablar ella como el escucharla yo, hizo parte de una prolongada y poderosa terapia mutua.

De otro lado, si algo me unió a Valentina fue que yo venía de un pasado que también incluía abuso infantil. En mi caso a otro nivel, el religioso: desde la pila bautismal mi madre decidió que orientaría mi vida hacia el sacerdocio, porque quería que al menos uno de su ocho hijos fuera cura. Impregnado en mi memoria está el recuerdo de algo que escuchaba desde que tuve uso de razón: “usted tiene vocación sacerdotal”. Y yo le creía, porque ¿cuál madre quiere algo malo para su hijo? Fue así como a mis 11 años me envió extraditado de mi familia (quedaban siete hermanitos en la casa) a hacer quinto grado en el único seminario para estudiantes de primaria de un pueblo distante a la ciudad donde había nacido. Y los tres años siguientes fue en un nuevo internado, hasta el grado 9, solo que para estudiantes de bachillerato.

Otra coincidencia entre el pasado de Valentina y el mío pudo estar en el carácter permisivo del abuso por parte del padre, fuera por desconocimiento o por aprobación.

Las pláticas se hacían cada vez más frecuentes, dije, y a medida que avanzábamos en el conocimiento mutuo más se fortalecía un aprecio que luego dio paso a preguntas que sin un lazo de amistad nunca habrían sido formuladas. Por ejemplo, le indagué en torno a si el hecho de haber sido víctima de esos abusos pudo contribuir a definir su orientación de género. Dijo que ella misma no lo sabía, pues se complacía a fondo en el goce íntimo con su novia (y con las demás parejas que había tenido), pero igual había hombres que le atraían, por guapos o por inteligentes, y besos se había dado a escondidas con más de un compañero en el colegio, aunque “nunca he contemplado ni contemplaré en mi vida sexual una penetración masculina”. Y no pregunté más.  

Una noche de tantas y en uno de esos encuentros en mi casa, al calor de unos tragos y al ritmo del son cubano, nuestros cuerpos se fueron juntando… hasta que hubo un primer beso cuyo deleite fue mayor en consideración a que traspasábamos una frontera que al momento de conocernos ninguno de los dos veía posible, menos previsible.

Se traspasaban a la vez los límites entre lo personal y lo profesional, por supuesto, pero quizás era parte del encanto: “el fruto prohibido es el más gustado”. En todo caso, esa cercanía, que acabó por incursionar en los terrenos de la intimidad, nunca interfirió en el desempeño profesional de cada uno, pues tuvimos la suficiente madurez para entender que en horas de oficina éramos dos simples compañeros de trabajo que se esforzaban por cumplir cada uno las metas acordadas. Y fuera de la oficina, cómplices.

II

Acto seguido hablaré de su relación con las novias que le conocí, o de las que le escuché hablar: tóxicas, en su mayoría.

A estas alturas del partido no tengo claro si la tóxica era Valentina, porque cuando amaba a una mujer se entregaba “en alma, vida y sombrero”, y exigía lo mismo en contraprestación, generando así duros conflictos de pareja donde la posesividad o los celos marcaban la pauta. Ella hablaba como si siempre tuviera la razón en la exposición de sus puntos de vista, y con el tiempo aprendí que no le gustaba que la contradijera o le diera a entender que de pronto estaba equivocada. Le bastaba con que yo la escuchara. Cuidadito si le llevaba la contraria, porque aparecía la tóxica.

Fueron tres las parejas que durante nuestro “noviazgo” le conocí en persona. A dos de ellas me las presentó en la oficina, no las dos a la vez, obvio, sino a medida que estuvo con una y otra. La primera, de nombre Gisela y origen costeño, era más bajita que Valentina y dos años menor, de piel acanelada y pelo corto, bonita de rostro, como de niña aplicada. Ahora bien, tenía un comportamiento hasta cierto punto bipolar: en estado sobrio era un encanto, avispada y ágil interlocutora; pero se emborrachaba y caía en estados de violenta animosidad, como si un monstruo se apoderara de ella, al mejor estilo Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Hubo una ocasión en la que Gisela estrelló su celular contra la pared mientras Valentina y yo tratábamos de calmarla, y más de una en la que se desapareció de la casa y volvió a aparecer tres días después, todavía borracha. Diríase que presentaba cierta tendencia al sadomasoquismo, porque del mismo modo que les hacía daño a quienes la rodeaban, parecía complacida en infligírselo a sí misma. Ese noviazgo, si así se le puede llamar, tuvo una duración aproximada de dos años, durante el cual hubo golpes y puños por parte de Gisela. No lo vi, lo supe. Pero igual fui testigo de que Valentina la amaba.

La segunda novia que le conocí, de nombre Liliana, la defino en dos palabras: fea y odiosa. De estatura mediana, pelo negro y liso, mal cuidado; frente estrecha y grasosa, dentadura irregular, toda ella sin gracia ni encanto. Quizás algo bizca, como si cada ojo mirara en dirección diferente, aunque Valentina decía que era una errada impresión mía. Nunca entendí por qué cayó en brazos de esa mujer, pero fue de quien más enamorada estuvo. Y yo decía para mis adentros: con razón dicen que el amor es ciego… Lo único en común que les veía era que Liliana también fue objeto de abusos, si por ello se entiende una relación íntima a la que la indujo un tío cuando tenía doce años.

Durante un tiempo vivieron juntas y Valentina desempeñaba el papel de muchacha del servicio: era la que arreglaba la casa y cocinaba, mientras Liliana atendía largas jornadas de trabajo como coordinadora de citas médicas en un gran hospital. Pero Valentina parecía sentirse a gusto, guardándole a Liliana estricta fidelidad y algo parecido a la veneración.

¿Por qué se acabó tan “bonita” relación? Vaya paradoja, porque Liliana conoció a alguien en el hospital y comenzó a pasar noches fuera de casa. Y Valentina estaba dispuesta a todo, menos a la infidelidad. Y fue lo que en últimas ocurrió: que Liliana la abandonó, exactamente lo contrario a lo que yo pensaba que habría de ocurrir.

Y llegamos a Belsy, de las tres novias que le conocí la que mejor me caía, con una peculiaridad: primero fueron amigas que amantes… y Belsy no era lesbiana. Un buen día Valentina me contó que le habían ofrecido un empleo en el área administrativa de un supermercado, eso que llaman “grandes superficies”. No vi problema en que aceptara, porque el trabajo que hacía para mi periódico era virtual, y podía seguir prestando esa colaboración desde afuera, aunque ya con un tiempo recortado. Pero no me preocupaba, porque yo estaba en modo “lo que quiera Valentina”, solo podía agradecerle a la vida el haberla conocido.

Ellas dos entablaron amistad en condición de compañeras de trabajo, ninguna jefe o subalterna de la otra. La atracción mutua no sé de dónde surgió, pero al parecer la génesis estuvo en largas sesiones de chat que sostenían, de las que fui testigo porque Valentina seguía llegando a mi casa en sus descansos laborales y la veía tecleando como una preciosa loquilla embebida en su aparente enamoramiento, mientras consumía en pequeños sorbos su botella diaria de una bebida energizante con altísimas dosis de cafeína, citrato de sodio, azúcar y saborizantes artificiales. Yo trataba de advertirle que ese producto era más adictivo que la misma cocaína, pero mi opinión la tenía sin cuidado.

El asunto es que Valentina terminó convertida en la confidente o depositaria de los pormenores de una relación anómala que sostenía Belsy con un joven bastante menor, del que al parecer se hastió porque iban a moteles cuya estadía ella pagaba, pero donde el tipo en más de una ocasión dio muestras de una impotencia que a ella le tocaba remediar con un método que el tipo proponía y no era de su agrado.

Belsy tenía una moto y, cuando los días de receso coincidían, se la pasaban juntas devorando millas en los extramuros de la ciudad. Aunque nunca la vi en persona, por fotos pude ver que era más alta y esbelta que Valentina, pelinegra, bonita de cara y muy atractiva de cuerpo. Y culta, porque le enviaba a Valentina citas de grandes escritores o poetas ilustres, y los autores que escogía nada tenían que ver con los trillados filósofos de la superación personal que a los ojos de muchas y muchos pasan por genios, como un Coelho o un Anthony de Melo, cosas de esas. Y la música que escuchaba no eran las baladas de un efectista de la palabra como Ricardo Arjona, sino el espirituoso reggae de un Bob Marley o las tonadas en blues de Ella Fitzgerald a dúo con Lou Armstrong.

Un buen día Valentina me contó que de ser amigas habían pasado a besos y caricias, y yo para mis adentros recelaba en que quizá Belsy quiso probar con fémina, porque los relatos que llegaban a mis oídos hablaban de una mujer desbordada por la pasión en el merequetengue con una pareja masculina.

Para no estirar la pita, Belsy probó con Valentina y le gustó, porque se hicieron novias. Nunca pregunté detalles de la vida íntima de ambas, solo lo que Valentina me contaba a motu proprio. Pero no habían pasado ni dos meses desde el comienzo de ese noviazgo, cuando comencé a escucharle quejas sobre su nueva pareja, como que Belsy se había vuelto muy “intensa”, que desconfiaba de ella, que le pedía su ubicación por celular a toda hora, por ejemplo cuando estaba en mi casa, para tener certeza de que estaba conmigo y no con otra mujer. Valga aclarar, Belsy siempre estuvo convencida de que entre Valentina y yo no pasaba nada, porque veía en ella a un ser gay de tiempo completo. Albricias para el suscrito.

Corolario de lo anterior, recuerdo una tarde entera disfrutando de la compañía de Valentina en la terraza de mi casa, ella enfocada en contarme lo que había pasado días atrás, cuando asistió a un concierto en compañía de Belsy. Estuvieron acompañadas de una pareja -hombre y mujer- amiga de Valentina, y hubo un momento en que esta le costeó un par de cervezas al único varón del grupo, amigo suyo, y Belsy lo interpretó como un acto de coquetería con él… y se armó la de Troya.

Al final del concierto el malestar de Belsy había contagiado a Valentina, quien trataba de hacer entrar en razón a la colérica dama. Le propuso entonces que se fueran juntas a su casa en el carro de Uber que acababa de pedir para que allí dirimieran diferencias, pero Belsy seguía arranchada en su rencor. Así que Valentina se fue sola, sintiendo el peso de una culpa que creía inmerecida.

Y unos días después, lo previsible: Belsy le terminó, pero no dando una explicación escrita o hablada, sino con una más de las tantas citas literarias que acostumbraba a mandar por Whatsapp, en este caso el poema que la poeta argentina Alfonsina Storni dejó para la posteridad antes de lanzarse una noche al mar para acabar con su vida, titulado ¡Adiós!

“Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!

Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán…
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!

¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!

¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!

¡Corazón… silencia!… ¡Cúbrete de llagas!…
-de llagas infectas- ¡cúbrete de mal!…
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!

¡Adiós para siempre, mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más!”.

Valentina me mostró el poema esa tarde en mi terraza, mientras escanciábamos una botella de Jack Daniels Honey (con limón para rebajar la dulzura de la miel), y me preguntó qué pensaba. Le conté de quién era el poema, pues Belsy lo había mandado sin autoría, y agregué que con él Alfonsina se preparaba para morir ahogada, pero el definitivo fue el que envió al periódico La Nación la tarde del 25 de octubre de 1938 en que se marchó, titulado Voy a dormir. En lo referente al contenido o intención de ese envío, le respondí que tan drásticos contenido y título (¡Adiós!) no dejaban duda: era una ruptura definitiva, sin reversa. La vi llorar a lágrima suelta, y cuando se repuso le pregunté si podía darle mi interpretación de los hechos, e inclinó la cabeza en señal afirmativa.

Y le expuse mi hipótesis: Belsy era una heterosexual que gracias a la íntima cercanía que se dio con Valentina quiso probar el sexo con una de su mismo género, pero al final descubrió que lo suyo no era por ahí, y armó entonces una tramoya de celos y desconfianza para crear el escenario que le permitiera retirarse a seguir en lo suyo, en su gusto por los hombres.

Valentina, que no se andaba con rodeos, recogió mi exposición y la cerró con una frase lapidaria: “sí, puede ser; a ella le gusta más la verga”.  En sustento de mi tesis, por no decir que a modo de prueba reina, una vez Valentina me contó que Belsy tenía un juguete sexual que remplazaba al miembro masculino, y en ocasiones le pedía que lo usara como arnés atado a su cadera.

Ya entrada la noche, habíamos agotado la botella de whiskey. Valentina no solo estaba agotada en lo emocional, sino definitivamente ebria, al punto de haber vomitado dos veces en el sanitario. La invité a quedarse en mi casa, pero dijo que prefería estar sola. En el taxi que la llevó de vuelta, el conductor tuvo la cortesía o la prevención de alcanzarle una bolsa plástica para el tercer y último vómito.

Al día siguiente, preocupado, la llamé a ver cómo seguía. Quedé sorprendido con su nuevo estado de ánimo, pues se reía de la “borrachera” de la noche anterior, dijo que era consciente de haber cometido un error en esa elección de pareja y que “fue una lección de vida”. Y cerró el tema con una frase que no sé si sea cierta, pero se escucha a menudo: “para los chinos, la palabra crisis es sinónimo de oportunidad”.

III

Y ahora, regresemos al meollo de esta historia. ¿Qué pasaba en las vidas de Valentina y mía durante esos diez años en los que le conocí tres novias?

Hablé atrás de una noche en la que al calor de unas cervezas y al ritmo del son cubano nuestros cuerpos se fueron juntando… hasta que hubo un primer beso. Las cosas no pasaron de ahí porque así lo quiso Valentina, y luego nos fuimos a dormir, yo a mi cama y ella en el cuarto de huéspedes, como ocurría siempre que se quedaba en mi casa.

Al día siguiente, Valentina puso los puntos sobre las íes: “lo de anoche fue un arrebato de tragos y no quiero que se repita”.

Asentí, agradecido en últimas por el suceso, y todo siguió como si nada. Pero hubo una noche en la que le dolía la cabeza y traía tensiones acumuladas en cuello y espalda, y me pidió que la masajeara con mis manos, ella sentada en la silla de mi escritorio y yo detrás suyo. Estando en esas le propuse que, guardando el debido respeto de caballero que siempre le había profesado, si accedía a recostarse bocabajo sobre mi cama doble o en la cama sencilla de huéspedes, podría extender el masaje hasta espalda, brazos y manos, con base en una práctica que le había aprendido a mi última esposa y que incluía un ungüento relajante de alcanfor y mentol.

Valentina no le vio misterio y prefirió la cama doble, consciente de que así yo disponía de la mitad del espacio para actuar de rodillas, la posición que más se amoldaba a la fisioterapia acordada. Se sentó al lado derecho de la cama y se quitó zapatos, medias y blusa, y se acostó bocabajo con el pantalón puesto, el brasier apuntado a la espalda y los brazos extendidos desde los hombros hasta la palma blanquísima de un par de manos que miraban relajadas hacia el techo de la habitación.

Arrodillado yo en el costado izquierdo, vi su hermosa cabellera rubia y su cabeza inclinadas hacia la pared, con los ojos entrecerrados, en señal de la confianza que depositaba en mí y de la necesidad que traía de obtener un descanso verdadero. Hacía algo más de un año nos habíamos conocido y, para dicha del suscrito, era la primera vez que llegaba a tal grado de acercamiento físico con la amiga y colaboradora que había puesto las cuentas claras desde el primer día: “a usted le gustan las mujeres, ¿verdad? A mí también”.

Le pregunté si podía desabrocharle el brasier. Sin musitar palabra, hubo una leve inclinación de cabeza que entendí afirmativa. Procedí, entonces, y comencé por acercar los dedos índice y anular de mi mano derecha hasta su sien, ejerciendo una presión circular continua durante unos dos minutos, que apuntaba a aliviar el dolor de cabeza del que había hablado. Luego estiré los diez dedos de las dos manos para que se colaran entre su cabellera a las regiones parietal y temporal del cerebro, ejerciendo sobre estas la misma presión circular del principio, de arriba abajo y de abajo arriba, en busca de brindarle el máximo relax posible a una mente estresada y un corazón a menudo golpeado por el desamor.

Un rictus de sonrisa en la comisura de sus labios que aprecié como signo de satisfacción, me concedió la franquicia para pasar la palma de mi mano por su frente, iniciando una delicada caricia que se extendió al pabellón exterior y lóbulo de su oreja derecha, que también masajeé. De ahí descendí al músculo trapecio que sostiene la cabeza, durante un tiempo aproximado de otros dos minutos.

Enseguida suspendí toda operación, “quieto en primera”, mientras sentía su respiración reposada y la impresión de que una calma plena invadía el ambiente. El siguiente paso, ceñido a la enseñanza de mi ex, consistió en atender con ambas manos y dedos el músculo superior deltoides de los hombros, para completar la tarea básica de relajar la parte superior del cuerpo, incluida la cabeza.

Vino luego el momento en que vi cómo se erizaban la piel y los pelitos monos de sus brazos, justo cuando mi mano se deslizó con delicadeza por la columna mediante una caricia casi imperceptible a su epidermis, donde solo actuaban las yemas de los dedos de estas manos que ahora escriben y que ella siempre había juzgado “suaves”. Y escuché entonces un súbito gemido de placer que estimuló mis sentidos y me indicó que estaba haciendo lo correcto.  

Me ocupé enseguida de la espalda, esparciendo el ungüento de alcanfor por su superficie y ejerciendo con los dedos de ambas manos lo que hace toda persona capacitada en el desempeño de la relajación física: masajear a fondo, con conocimiento de teoría y práctica.

El resultado fue que Valentina se quedó profundamente dormida, y yo procedí con el mayor sigilo a hacer mutis por el foro. Salí entonces de la habitación, procurando cerrar la puerta sin que ningún ruido alterara la placidez de su sueño profundo… y esa noche dormí en el cuarto de huéspedes.

A partir de ese día comenzaron a darse sesiones casi semanales de fisioterapia, a solicitud de Valentina, y estas fueron abriendo una senda para que su cuerpo recibiera complacido mis caricias, hasta un punto en que para la segunda o tercera ocasión ya se acostó bocabajo con sus bragas como única prenda, sin que yo le hubiera solicitado o sugerido nada. Y comencé a concederme libertades, que ella permitía, como dejar caer tímidos besos en su cuello o sobre el lóbulo de su oreja, mientras escuchaba nuevos gemidos de satisfacción. O introducía los dedos de mis dos manos entre su pelo para masajear el cuero cabelludo. Y este constituyó uno de los frotamientos epidérmicos que más satisfacción le producía.

Hasta que un día se presentó la oportunidad de viajar a Cartagena a dictar una charla sobre un libro que yo acababa de publicar, y la invitación a acompañarme fue aceptada con prontitud. Y allí, en esa habitación de hotel de arquitectura colonial con un balcón de añeja madera que daba a un mar Caribe de picado oleaje y fuerte brisa, donde permanecimos tres días y dos noches, se acabó de afianzar y fortalecer una relación de íntima complicidad que permaneció ajena a cada una de las novias que le conocí, porque daban por indubitable que a Valentina le gustaban las mujeres, no los hombres.

Íntima complicidad significa que afloró el deseo carnal en forma de besos y caricias del más variado ímpetu e intensidad, y en tal medida es lícito afirmar que nos convertimos en amantes clandestinos, sobre un escenario de disfrute mutuo donde cualquier rincón de la geografía corporal era explorable o deleitable con manos y boca, y a sabiendas de que una sola opción no estaba permitida: la penetración vaginal.

Fueron casi diez años en los que me consideré el ser más privilegiado del planeta, pues con ella viví por primera vez la exquisita sensación de amar a una mujer hasta el delirio, sin esperar nada a cambio: su corazón lo entregaba a otra, sí, pero en compensación entregaba su cuerpo, sus caricias y el deleite de sus besos cómplices para complacernos en un goce cercano al éxtasis de un delirio compartido.

Hasta que un día apareció convertido en jugarreta del azar el cumplimiento del refrán según el cual “de eso tan buen no dan tanto”.

IV

Atravesaba yo por una coyuntura compleja, sometido a una variada gama de problemas y tensiones, y en medio de lo que hoy recuerdo como una tormenta perfecta se presentó una situación que se salió de control y, ya con mis defensas emocionales bastante bajas, desconfié de ella. No entraré en detalles, solo diré que impelido por un estado de paranoia pasajera le formulé algunas preguntas que le hicieron concluir que yo la tenía en categoría de sospechosa por una plata que se había extraviado de mi cuenta de ahorros, en coincidencia con la desaparición de mi tarjeta débito.

Recuerdo que la tenía frente a mí, callada y expectante al otro lado del escritorio, cuando en actitud supuestamente comprensiva le dije: “si fue que caíste en la tentación, yo te perdono; todos tenemos flaquezas en la vida”. Flaco momento más bien el que escogí para poner en duda su honestidad, porque su mirada se transformó en látigo lacerante de indignación ante lo que acababa de escuchar, y en respuesta que hoy juzgo apenas razonable, se paró del sofá donde se hallaba su humanidad maltratada y doliente… y dirigió sus pasos hacia la puerta de salida sin que una sola palabra hubiera salido de su boca.

Y a continuación me mandó al carajo, bloqueándome a la velocidad del rayo desde su celular en el Whatsapp y demás redes sociales, mientras descendía afanosa por las escaleras a medida que yo le seguía sus pasos, angustiado, pidiéndole perdón por el aparente error que había cometido. Pero ella seguía aproximándose a la primera planta del edificio con el mismo silencio imperturbable, y la vi salir airosa a la calle en busca de un transporte que la llevara a su casa, mirándome a los ojos desde el otro lado de la vía con un desprecio y infinito, como deseando que me partiera un rayo.

Desde esa noche aciaga y por un tiempo aproximado de ocho días, que me parecieron siglos, Valentina se esfumó de mi vida. Ni el más mínimo rastro de su existencia. Hasta que una tarde me desbloqueó, solo para dejarme un extenso mensaje en forma de diatriba, donde dejaba ver el desconsuelo, la amargura, la profunda decepción que le había producido mi maldita y desafortunada sospecha. Y volvió a bloquearme, sin darme tiempo de respuesta, y en la agonía de su ausencia comenzó a dolerme primero el remordimiento por la estupidez cometida y unos días después la constatación definitiva de que ella no había tenido nada que ver con la desaparición de ese dinero.

Una vez le escuché a Valentina decir que “a usted cuando algo se le mete en la cabeza, no hay quien se lo saque”. Tenía razón. Hoy interpreto esas palabras como el vaticinio o presagio de una tragedia personal, porque la desconfianza sin fundamento que por aquellos días se me había metido en la cabeza condujo a que hoy lleve adherido a mi espíritu el dolor insufrible del imprudente que por un descuido en la conducción de su destino provocó la muerte sin resurrección posible del ser que más quería.

ARREPENTIDO

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